“–¿No se puede leer sin ser molestado todo el tiempo?
De pie frente a él, Rosetta retuerce su delantal –Es porque, Signore… su esposa está muerta…
–¿¡Otra vez?!”
-Serenísimo Asesinato-
El próximo 22 de diciembre se cumplen dos décadas de la desaparición de Gabrielle Wittkop –nacida Menardeau–, una de las autoras más extravagantes y singulares del siglo XX.
Hija de un artista plástico y librepensador, Gabrielle perdió a su madre –una escritora rusa– cuando era niña. Su padre decidió no escolarizarla, sino darle libertad absoluta para que leyera todo lo que había en su inmensa biblioteca. De los cuidados cotidianos se ocupó una negra de la Martinica.
Gabrielle había nacido el 27 de mayo de 1920 en Nantes, Francia, y fue durante la ocupación nazi que conoció a quien –además de prestarle el apellido por el cual se la conocería– sería su compañero de vida durante las siguientes cuatro décadas: el historiador y ensayista Justus Franz Wittkop (1899-1986). Franz –autor de Bandera negra, un importante libro sobre anarquismo– era homosexual y había desertado del ejército alemán. Ella era lesbiana y, a la usanza de la época, se casaron por cuestiones de seguridad. Esta relación que ella definiría como una “alianza intelectual” era también de amistad y confidencia. Se contaban sus respectivas aventuras y viajaban por separado. A mediados de la década del 80, al ser diagnosticado con Parkinson, Franz decidió quitarse la vida. Muchos años más tarde, ella contaría que le dejó una botella de champagne en la heladera y una copa con cicuta antes de dejarlo solo por el resto del día. Dos días antes de 2002, enferma de un cáncer terminal de pulmón y ya con 82 años, ella también se quitaría la vida. Previamente, llamó a su editora y le dijo “voy a morir de la misma manera que he vivido, como un hombre libre”.
Gabrielle comenzó publicando artículos y relatos en diferentes revistas a poco de mudarse a Fráncfort del Meno, Alemania, donde residiría el resto de su vida. Fue corresponsal del Frankfurter Allgemeine Zeitung durante décadas, en donde publicaría muchas de sus crónicas de viaje. Recorrió todo el mundo durante años y tuvo numerosos romances. Uno de ellos fue con Christopher, un homosexual con quien tendría un idilio intelectual y que moriría asesinado en un burdel en Bombay y a quien dedicaría una novela, La mort de C. Además, el epígrafe de su novela más conocida, El necrófilo, contiene una dedicatoria a él:
“A la memoria de CD.,
Caído en la muerte
como Narciso en su imagen”
Escribía en alemán, principalmente, y su primer libro fue una biografía de E.T.A. Hoffmann. Con el objetivo de involucrarse en el circuito de las letras francesas, trabajó como traductora para la legendaria editorial Gallimard. Fue para ese sello que tradujo a varios autores alemanes tales como Peter Handke, Uwe Johnson, Hermann Lins, Wolfgang Hildesmeier y Peter Faecke. Este contacto le abrió las puertas para publicar su primera obra de ficción, ya en francés: El necrófilo. La novela salió a la calle en 1972 y se agotó con rapidez, volviéndose automáticamente un libro de culto. Se trata de una breve nouvelle de apenas 100 páginas, que cuenta la historia de Lucien N., un anticuario parisino obsesionado con los amores mudos y los cuerpos helados. Narrada en forma de diario por el protagonista, tiene una prosa alambicada y exquisita, capaz de convertir en belleza lo más putrefacto. Lucien es un ser solitario y de vasta cultura, que con cada romance imagina historias, siempre con el mismo final triste: la separación inexorable anunciada por los hedores de la descomposición de la carne.
Heredera de Lautréamont, Sade, Schwob y los decadentistas franceses, Wittkop publicó varias obras de diferentes géneros –poesía, ensayo, historia, relatos–, de las cuales sólo su última novela fue traducida al español: Serenísimo asesinato. Una historia de aristócratas venecianos del siglo XVIII, rodeada de intrigas y envenenamientos, pero también de perversión, locura y obras del renacimiento, siempre sostenida sobre una escritura elegante y adictiva.
La vieja dama indigna –como solían llamarla cariñosamente– tenía opiniones polémicas sobre casi todos los temas. En una entrevista para la televisión francesa en 2001, contaba que su misoginia se derivaba del rechazo por ver a las mujeres tan conformistas y alienadas dentro de las estructuras matrimoniales y familiares. En un diario de España, por la misma época, se presentaba de la siguiente manera: “Tengo ochenta y dos años. Nací en Nantes y vivo en Frankfurt. Nunca fui al colegio, estudié en casa. Soy viuda, estuve casada durante 40 años. No tuve hijos: odio a los niños. No soy ni de derecha ni de izquierda, no me interesa la política. Detesto a las feministas. Soy atea. He escrito unos catorce libros”.
Su diario fue encontrado por su secretaria después de su muerte “me hablaba de él pero nunca me lo dejó leer”. Salió publicado en español en 2020 con el título de Cada día es un árbol que cae. En rigor, no es un diario sino una suerte de autoficción en el que la autora se proyecta en el personaje de Hyppolite, que repasa de manera fragmentaria diferentes amores y recuerdos de infancia, siempre atravesados por la conciencia del despiadado paso del tiempo.
Aunque su obra no ha sido aún traducida por completo, sumado a que parte de ella está en alemán y parte de ella en francés, Wittkop es una autora cuya literatura no hace sino mejorar con el paso del tiempo, como si fuera un vino selecto. Hay alguna que otra pieza de coleccionista que se puede adquirir por Amazon a precios prohibitivos, una de ellas es Litanies pour une amante funèbre, que es un libro de poemas que incluye perturbadores collages de la autora, quien también había ilustrado a Valery en su juventud.
De ella dijo el crítico Martín Sacristán “Sus comentarios hubieran incendiado el Twitter de cada día. Bueno, más bien le hubieran cerrado la cuenta en pocas horas. De ella debemos aprender, por encima de todo, que se dio el permiso más importante que debe concederse a sí mismo un autor. Escribir lo que le dé la gana. Como le dé la gana”.
Sobre el acto creativo, escribió Gabrielle Wittkop en sus diarios: “Comprender es igualar. La contradicción entre el pudor del secreto, la altura, la distancia y, por otra parte, la furia de explicar, desgarra al hombre creador. A la vez que rehúsa ser comprendido, crea, no obstante, para que algunos comprendan. Se entrega, a pesar suyo. Quiere y no quiere. No puede no crear -porque no es todopoderoso- pero cede a su inclinación a la par que deplora la pérdida del misterio. Como Mossa, que quería a la vez esconder su secreto y revelarlo por medio de un jeroglífico, el hombre creador habla claramente y desea de corazón que el viento se lleve sus palabras. Traza señales y querría que fuera en cristales empañados. Construye edificios y desea que desaparezcan como la isla de Krakatoa. Y sobre todo, sobre todo, el halago lo incomoda, escorpión que viene de lo más bajo”.