“El verde corazón de William Shakespeare”, de Normad Argarate
¿Cuántas definiciones de poesía habrá? ¿No es el estilo el trazado y la posterior figura que cada creador logra relevar (revelar para los lectores) a lo largo de su obra, ofrendando su “ars poética” indivisa y singular? De obra a obra, los matices varían, pero es un buen ejercicio lector zambullirse, bucear en la letra de quienes escriben con pretensiones estéticas intentando dar con esa figura que delimita su jardín de originalidad. El estilo puede verse hasta en un solo texto, si se halla el tuétano y extracto necesario como para que el fuego no se interrumpa. Para la última obra de Normand Argarate, “El verde corazón de William Shakespeare” arriesgaré un camino, lanzaré una semilla que entiendo hacer germinar lo extenso de este jardín poético.
En el primer poema leemos “Y sigue con su mano/ la declinación de la tarde,/ es el sol, un nido más/ entre las ramas.” Esa metáfora epifánica del astro solar, la Naturaleza como cobijo y hogar, atraviesan la totalidad del poemario. Argarate construye la geografía del hombre remedando en escenas -silvestres algunas- de hombres ilustres, pero ello como excusa para auscultar el modo en que la poesía asalta al creador, agazapado en la sombra de lo fugaz.
La imagen que puedo sumar a la del sol como nido es la del inicio de este otro poema: “Envejecí en el mismo espejo”. Casi un aforismo reñido con las teorías del movimiento de la realidad externa, desde Heráclito a Hume. Una sutil desgracia es ese verso: somos nosotros los que abandonamos el mundo, no él a nosotros. De allí que la revelación está en el vértice (y en este poemario hay bastante de eso) en el que se coagulan realidad externa con sensación humana interna.
Detrás de todo lo conocido podemos tocar el silencio; la quietud informe que nos rodea puede anoticiarnos de ello, pero también podemos ajustar el corazón (verde porque la Naturaleza es importante, variopinta e imprescindible aquí, y el bardo inglés de eso sabía) para que los latidos nos adviertan del sarcófago de huesos que llevamos al andar. Pero, cuidado: esas iluminaciones de aroma muchas veces campestre son los frutos móviles que pintan la escena vital con inclinación de absoluto shakesperiano, es la escenografía mundana la que está quieta y de allí que algunas veces alcanzamos a sentir el sesgo poético.
Esa escenografía donde el poeta dice que “En el destello de un yelmo de bronce, vi todas las risas” (lo que hace pensar en el escudo de Aquiles, con sus decoraciones y círculos concéntricos ansiosos por contener la totalidad de las bellas experiencias, aunque también en el punto nodal y gran puesta en escena que es cada una de nuestras vidas) pese a que luego, en otro texto, logra vislumbrar “las botas de ángel deshecho”.
La poesía como tema dentro del quehacer poético en una obra tiene una larga tradición, y Argarate inscribe allí su libro. Quisiera transcribir unos versos completos donde se percibe aquello que mencionaba al inicio. “¿Qué hay detrás de la puerta/ en el sueño repetido/ cuando nunca logro abrirla?// ¿los bordes difusos de una mirada/ capturada entre los dedos?// los despuntes que vendrán/ en el delirio incesante de los días// ¡Teru, teru! Chillan los mensajes/ ah! me doy una palmada en la frente// la sangre entra en la letra/ y las aguas de los pensamientos// más frías, más claras”. A pesar de la insistencia, esa puerta no logra abrirse; a pesar de la salida del sol todos los días, cuando el centinela está alineado y lo asalta la liturgia de la poesía, sólo así logra convertirlo en un nido más.
Hay diversidad estructural en “El verde corazón de William Shakespeare”. Clásicos algunos de mediana extensión, aunque hay prosas poéticas reflexivas y otros que son como letanías, como haikus con sus ecos. Uno de ellos dice: En posición de loto/ Shin Tao medita./ El aguacero de verano/ cae tras los biombos./ Al levantarse/ escribe en su cuaderno:/ Música de lluvia/ una gota/ a destiempo”.
¿Qué puede ser la poesía en este libro? “Una caída hacia la gravedad de la vida”, nos dice Normand Argarate, como el astro solar dejando caer sus rayos para dar cobijo a esta tierra, así sea para la ilusión de un nido enfático, acogedor y hasta podemos llegar a intuir asfixiantemente ineludible. ¿Cuál es el tesoro de la escritura, del arrojo hacia la transmisión de símbolos que conformarían nuestro corazón lingüístico? Arriesgo con palabras del autor: “El acierto de haber vivido”.