En lo que perdemos por goleada, en donde no podemos empezar a discutir con Buenos Aires y Rosario, es en materia de hidrología. El Paraná y el Río de la Plata nos aplastan como un gigante. Pero si bien es cierto que en materia de tamaño perdemos, también es real que, si no hubiéramos tapizado todo de cemento, quizás tendríamos algo más para exponer de nuestros ríos y arroyos urbanos, el agua que circula por los tajos de la Córdoba herida.
¿Sólo el Suquía es nuestra agua putrefacta que nos moja los pies? ¿Córdoba no tiene más que a él y a La Cañada como únicas vías para navegar nuestros sueños?
No es así. Y lo sabemos, en parte, gracias al maestro Roberto Ferrero y su libro Topografía curiosa de Córdoba. Sabemos que estamos rodeados de sierras surcadas por arroyos saltarines, por el agua viva que viaja más rápido que la luz, ¿cómo podríamos pensar que Córdoba no tiene más que el río domado y un arroyo prestado?
Hay también una hidrología secreta.
De La Cañada ya sabemos. Viene desde una estancia privada de Malagueño donde de las napas freáticas emerge La Lagunilla, la laguna que nutre el arroyo urbano más importante de Argentina. ¿Será así? ¿La Cañada será el arroyo urbano más importante de Argentina? ¿por qué no ponemos un cartel que diga: La Cañada, el arroyo más grande del mundo. ¿No será hora de que lo empecemos a navegar y Córdoba tenga sus propios gondoleros que al paso de sus barcas reciten a Capdevila?
A La Cañada la vemos. La conocemos. Pero Córdoba, dijimos, guarda cursos de agua ocultos que fueron escondidos. Que hemos ocultado. El Aguaducho resuena como nombre de calle breve en Alberdi. Se llama así porque el aguaducho antes no era pasaje, sino agua: un arroyo urbano ahora escondido bajo tierra, entubado y adormecido, domado y malquerido.
Arroyo que sigue naciendo en la Duarte Quirós arriba y que deambula por la ciudad sin que sepamos de su existencia. Transita lento, El Aguaducho, por las catacumbas de la ciudad sin ver el sol. ¿Cuánto más lindo sería Alberdi si aún tuviera ese arroyo que lo atravesó al borde del hospital de Clínicas camino al Suquía? Ya ni registros quedan de su orilla frondoza de árboles, de los puentes que lo cruzaban y de los amores deshechos a su vera.
Hasta 1984 algo de su curso estaba a la vista. Desde entonces lo ocultamos con tapas de cemento como una vergüenza urbana. El cemento, sepamos ya, es la única vergüenza. Pese a todo, para quien se anime a asomarse, en las aguas del arroyo, justo antes de su encuentro con el Suquía, las mojarritas bailan en plena urbanidad cordobesa.
Al Infiernillo, el otro gran arroyo urbano, en cambio, lo dejamos circular en el olvido. El sigue bordeando el Jardín Botánico y juntando deshechos a su paso. Desde hace años circulan los proyectos para recuperar su costa, limpiar sus aguas, sentir su aire. No son más que proyectos.
Otros proyectos sí se concretan. Sobre todo cuando hay que ocultar. Por ejemplo, concretados están los planes que pensaron dejar ocultas a nuestros pies las grandes acequias municipales que eran, antes, las hoy avenidas Octavio Pinto y Spilimbergo. Las aguas transitaban llevando riego y mojando las orillas de una ciudad que permitía enamorar de otro modo.
Y en el Chiquito, ¿se habrán enamorado y navegado los comechingones? El río Chiquito, bautizado así en épocas de conquistas y colonias, atravesaba el centro de Córdoba buscando siempre el tajo mayor que es nuestro Suquía. Sólo queda una prueba de su existencia, hoy entubada su existencia: el muro Norte de la Cripta Jesuita de la Colón. Esa pared subterránea de piedra suda sin parar, suda sin que haga calor. Suda cada día y cada noche. No es transpiración: son las aguas del Chiquito que buscan liberarse. De los túneles, de los tubos y de las catacumbas de la ciudad-pozo buscan liberarse.