¿Qué hay detrás de ciertos hechos, acontecimientos o datos de la realidad que entendemos como transparentes? ¿Sin embargo, que opacidad oculta aquello que también entrevemos como complejo y apenas alcanzamos a discernir?
Leer y viajar suelen ser dos actividades que, ya sea en su reposo o en su permanente movimiento, nos suelen colocar frente a esta inquietud porque ambas nos permiten ingresar a mundos diferentes del nuestro.
Suele haber entonces episodios simultáneos y distantes en la geografía que se cruzan con alguna coordenada del corazón.
Mientras viajamos con una amiga por Corrientes y nos detenemos en una escuelita rural, leemos que cuatro niños colombianos están perdidos en el vasto dominio de la selva del Guaviare.
Dicen los chamanes de la comunidad indígena uitoto, un grupo que ha estado al borde de la extinción, que la selva está poblada de seres que no vemos. Que ellos acompañan, ayudan y protegen a quienes la respetan. Que ellos cuidaron de los niños y decidieron devolverlos con vida. Que a veces no devuelven o toman a alguien a cambio, como al perro Winston. No está perdido, dicen. No está muerto, dicen. Es una ofrenda al mundo natural.
Dice Johana, la maestra de la escuela rural número 198 en Corrientes, que tiene seis alumnos, que todos comparten la misma aula y ella les va dando distintas tareas. Nos muestra la salita y el pizarrón dividido en dos y dice: en esta mitad están las tareas de la alumna de sexto grado, del otro lado las tareas para los dos de cuarto. Hay otras dos en segundo grado y un niñito en la salita de cuatro. Tiene una mesita para él solito y hace aprestamiento. Los más grandes ayudan.
Dice Eliécer Muñoz, miembro del resguardo indígena Jirijiri y líder del grupo de búsqueda que encontró a los hermanitos Mucutuy, que el uso de plantas sagradas fue una guía esencial para llegar hasta ellos. Para nosotros, agrega Eliécer, la selva no era amenaza: fue la misma selva quien los salvó.
También dice que los niños sobrevivieron porque comieron bayas y frutos que contenían azúcar y agua. Seguramente comieron también algún tipo de gusano y hormigas. Y fariña, una harina gruesa derivada de la yuca.
Dice la señorita Johana que la caja con alimentos que le mandan solo tiene latas, arroz y fideos y no es buena alimentación para los niños. Por eso entre todos, armaron una huertita atrás de la escuela, para tener verduras frescas. Nos muestra los almácigos con lechuga y radicheta, las plantitas de tomates, los canteros con papas y espinacas y la dificultad para regarlos porque la escuelita tiene solo un poco de agua de un pozo.
Dice la señorita que ella hace la comida y almuerzan todos juntos y que muchas veces sale de su bolsillo la plata para comprar frutas. Que por la tarde, si los chicos tienen hambre, les hace licuado y chipá con harina de mandioca.
Dice Alex Rufino, un indígena ticuna experto en cuidados de la biodiversidad, que el Guaviare es una selva oscura, muy densa, donde están los árboles más grandes de la región. Es una zona que no ha sido explorada. Las poblaciones son pequeñas, y están al lado del río, no en la selva. Hay frío, zancudos, humedad.
Dice: es peligroso, porque es el corredor del jaguar, de la anaconda, de la serpiente verrugosa, una de las venenosas más grandes de América.
Pero nosotros no lo vemos desde el miedo, o desde el peligro, sino desde el respeto. Cada centímetro de la selva tiene una espiritualidad que no puedes evadir porque será de tu ayuda.
Dice la señorita Johana, mientras nos muestra el altarcito con la Virgen de Itatí, la virgen morena de argentina, que ella los ayuda y no les deja faltar nada, sobre todo agua. Que cuida también de los animales y plantas de los esteros que están allí cerca. Porque la Virgen es la reina del Paraná y reina del amor y desde que llegó a esas costas siempre ha hecho milagros.
Dice Rufino: cada cosa, cada árbol, es un ser que puede dar enseñanza, un vínculo que puede dar medicina y comida y agua. Por ejemplo, los árboles tienen la función de proteger mientras duermes: son el gran ancestro, el gran protector. Te dan cobijo, te abrazan.
Dice la maestra que los árboles que rodean la escuelita les sirven como reparo del viento pero que ahora su marido está cortando algunas ramas, tratando de no lastimarlos, porque justo ahí se engancha la bandera y no quieren que se rompa. También trasplantaron los geranios y otras plantitas para que haya flores en el caminito de entrada.
Dice el indígena Malcué que los soldados del ejército nunca los miraban. Pero ahora contaron que se lesionaron, que los picaron las garrapatas, que se cayeron, que sufrieron como nunca en una selva tan húmeda que el fuego no prende, tan densa que las brújulas se descalibran.
Dice: por años, les han dicho a los soldados que no nos pueden hablar y ahora estamos comiendo juntos. Ellos desafiaron esta vieja oposición para salvar a cuatro niños que creían extraviados en la selva.
Dice Johana que el otro día limpiaron entre todos el aula, acomodaron e hicieron muchos dibujos porque sabían que el gobernador estaría en una estancia cercana haciendo campaña. Que ellos esperaban que se detuviera a ver la escuelita así le contaban qué hacían y qué necesitaban. Pero el gobernador pasó en su helicóptero y vaya a saber si sabía que allí abajito nomás estaba la escuelita 198.
Dicen que los niños no son sobrevivientes. Son héroes. Sobre todo Soleyni, heroína por haber cuidado de sus hermanitos
La señorita de la escuela rural de Corrientes es también una heroina anónima, aunque el gobernador ni se acuerde.
Y puede ser cierto que no vemos a los seres mágicos que pueblan los bosques y las selvas y que tampoco creemos en apariciones de vírgenes o santos.
Más grave parece ser que no veamos que en América Latina los pueblos originarios son indignamente pobres, sin conexión con el resto de sus países y la presencia estatal es siempre insuficiente, para ventaja de los grupos armados, los deforestadores y los apropiadores de sus tierras.
Tampoco vemos el futuro que se apuesta en las infancias abrazadas por las maestras de todo el continente.
Y si hablo de las maestras, me dicta Leopoldo Castilla: “¡Cómo no vimos que estaban solas!/ ¡Como no vimos que tenían alma!”
Si escucháramos a los niñitos del Guaviare dirían lo que me vuelve a dictar Castilla: “Aparecimos aquí/ bajo una luz más larga que los días/encerrados/en un cristal del aire”