Uno está tentado a creer que aquello que vive en el presente es único y no forma parte de épocas pretéritas. Es una manera igualmente tentadora de darnos un lugar en la contemporaneidad, decir “vivimos esto”, “este es uno de los signos de nuestra época”, entre otras frases hechas que esconden la costumbre más coloquial y reiterada. Por eso me atajo: no sé si que esto que describiré sea de manera taxativa un botón de muestra del cambio de siglo, de este presente evanescente y sin densidad, pero lo irrefutable es que hoy se percibe hasta cutáneamente.
A uno de los signos de esta época, de nuestra forma de relacionarnos, le he puesto un nombre: síndrome de la venta telefónica. Me explico: ¿No les ha sucedido alguna vez que, ante un llamado telefónico desconocido para vendernos algo, por más que sólo escuchemos lo que del otro lado tienen para decirnos, el vendedor entiende o interpreta ostensiblemente que hemos dicho que sí a su propuesta? Me ha sucedido que, tras relatarme los beneficios de tal servicio, solo yo escuchando, dejando hablar al interlocutor, luego de unos 7 minutos aproximadamente, cambió el tono y me dijo que en breve estarían ingresados mis datos y que me llegaría un correo con tal y tal información. Ahí fue cuando le dije que negaba el servicio, que no había dicho que sí, que efectivamente no me interesaba; del otro lado, saliéndose del spech medianamente armado, el vendedor me contestó que “entendía que había dicho que sí”. Noté un dejo de enojo contenido antes de despedirse; entiendo que en ese tipo de trabajos, al estar grabadas las llamadas, ellos no pueden cortar antes de que uno se despida.
Entender lo que se quiere más allá de lo que uno le diga, y al revés, esa es la cuestión. En las ventas telefónicas, en otros casos, que han durado mucho menos que el ejemplo anterior, sucede que por más que uno siga la conversación (el famoso, ¿me sigue hasta ahí? y sus derivados) el vendedor entiende lo que necesita entender, que tiene que ver exclusiva y claramente con su ocupación que es vender. Pero eso lo llevo a otros ámbitos: ¿no sucede que, conversando con amistades, familiares, compañeros de trabajo, cada punto de vista es un trampolín no a la negación de lo que dice el otro, sino hacia la reafirmación de lo que postulamos como posición en el debate, tomando del otro aquello que sirve para expandir lo que sustentamos? Qué diría -o haría- Sócrates con esto. Porque nos volvemos sofistas de nuestro propio sentido; me vuelvo a explicar: armamos -ampliandolo- retórica y semánticamente el corral de la posición que no doblegamos en la conversación. Podemos poner como tema si hay que tener o no animales en casa con niños pequeños, si la tecnología nos ha unido o separado, o si quieren si el compromiso político es un tema arcaico o no. Metan lo que quieran.
El diálogo, el arte de tal ejercicio es integrar lo que dice el interlocutor a las propias argumentaciones para hacer más fuerte no mi verdad, sino mi tambaleo sobre aquello que sostengo como verdadero. Lo sé, empresa dificilísima. Vivimos ¿sufrimos? una panelización constante del diálogo. Cada panelista da su opinión inamovible y quienes miran desde afuera asisten al recrudecimiento de la violencia que cada uno utiliza para “quedarse con su perspectiva” siempre refutando, tomando lo que le sirve del otro para fortalecerse.
Vuelvo al inicio; quizás esto viene de larguísima data aunque es en este presente que lo colocamos como coletazo de varios factores en la trama que nos envuelve como cotidianeidad histórica: las redes sociales, la posverdad, la extinción del lazo social, la posibilidad de algo que afecte al mundo entero -léase virus-, etcétera. El síndrome de la venta telefónica tiene sus estrategias para solidificarse, aunque hay “vacunas” o estrategias para alejarla, disminuirla, no diría para disolverla.
El poeta Leónidas Lamborghini, hablando de la realidad (en los años 90’) y apelando a esa realidad como un cúmulo de elementos montados para hacernos creer lo que cierta porción de la realidad cree, decía que a la distorsión se la combatía con una “distorsión multiplicada”; darle más fragmentación a la realidad fragmentada como una contraofensiva real; en la poesía de este autor, como en la obra de otros de esa generación (Germán García, Ricardo Zelarayán, Néstor Sánchez, Hebe Solves), había esa búsqueda sutil y perforadora de las mallas que proponen -entre otros- las marquesinas de los noticieros. Otra manera, dificultosa y por cierto para muchos absurda, y cabe aquí el término, es aquella cifrada en la frase del autor existencialista francés Albert Camus: “La necesidad de tener razón es el signo de una mente vulgar”. Pensar y actuar comprendiendo que no tenemos la razón antes del encuentro con el otro es un estadio más elevado, que invita a la sorpresa de no saber lo que encontraremos, pero es visto como vulnerabilidad, como flojera o simplemente como tibieza.
El título de la nota remite claramente a un famoso poema del poeta inglés del siglo XVII John Donne, titulado “Ningún hombre es una isla”. Los primeros versos rezan: Ningún hombre es una isla/entera por sí mismo./Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”. Más que comprender, entiendo que habría que seguir luchando para que esa parte del todo que es el ser humano individual sepa que sus posiciones y su discurso sean una pieza del rompecabezas universal, una porción de saber cuyo archipiélago es más bello cuando logra verse desde arriba, a la distancia y no con los pies clavados en la arena.