¿Qué define a Nueva York? ¿La densidad del cemento, los invisibles cables de acero que reptan por las entrañas de los muros y los cristales que engañan con su promesa de transparencia (cuando, en realidad, espejan la luz y así protegen los interiores de todas las alturas)? Los elementos sólidos que abigarran la isla pueden hacer creer que los codiciados metros de tierra de Manhattan se definen por su materialidad. Sin embargo, cuando se ha venido con cierta frecuencia a recorrer sus calles, es relativamente simple percibir que toda esa monumental pesadez de los materiales cuelga de algo mucho más fino y sutil, algo leve como el aire y al mismo tiempo contundente como los tifones que suelen llegar desde el Atlántico a la Costa Este.
Ese hálito, que a falta de mejores términos podríamos definir como el “espíritu neoyorquino”, varía con el humor social y con la historia. Así, han habido tiempos donde el natural optimismo norteamericano se ha visto refrendado en las grandes avenidas, pero también otras donde el derrotismo ha empañado calles y plazas: aún están vivos en la memoria colectiva algunos de estos momentos arquetípicos, como el de los años posteriores al desastre de Vietnam, que pobló a Nueva York de hombres desorientados; o aquel otro, el las negras tardes del “crack” bursátil de 1929, con financistas saltando al vacío desde las ventanas de sus empresas quebradas.
El más reciente de esos pozos de desánimo que gravitan en el humor de toda la gran ciudad, fue, sin duda, el 11-S. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 terminaron con la sensación de invulnerabilidad del “centro del mundo”. Y si bien toda la urbe se opacó durante años con las cenizas de las Torres Gemelas derrumbadas por el impacto de los aviones comerciales secuestrados por Al Qaeda, el epicentro del pesimismo coincidió con las barriadas donde aquellas estuvieron plantadas: el Lower Manhattan.
Desde las presidencias de George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump, Washington (o sea, el país todo) se concentró en intentar recuperar el dinamismo que había sido la característica de esta punta meridional de la bahía; y no sólo por la incidencia en el rumbo global del país (es el barrio donde también está Wall Street), sino por las implicancias históricas en el sentido del “destino americano”, porque en esta punta sur es donde se fundó la primitiva Nueva York, y dio comienzo el sueño.
Ahora, tras más de dos décadas de aquellos atentados, el viejo distrito “bajo” parece haber cambiado el aire y comenzar a recuperar las fuerzas. El principal signo de este nuevo envión se llama “Oculus”, el ojo.
Los planeadores urbanistas neoyorquinos, después de haber plantado una nueva torre aún más alta que las anteriores (One World Trade Center) y de los inmensos huecos donde estuvieron las Gemelas como monumento funerario, han decidido que la zona terminará de reactivarse en la medida en que sea un nudo de comunicaciones y de paso. Así, el Oculus se presenta como un centro de conexión de transporte: es la estación de paso de un cuarto de millón de pasajeros diarios, que se distribuyen por las 11 líneas de subterráneos que tienen al Oculus como epicentro.
Como tanto negro duelo y gris cemento requería de un poco de luz y de claridad para brillar, buscaron al artista y arquitecto español Santiago Calatrava, que sólo utiliza el blanco para sus puentes y piezas de amoblamiento urbano, cada vez más grandes (y más caras). Inmunes a las polémicas de Calatrava en su Valencia natal (donde se enfrenta a juicios porque su futurista Ciudad de las Artes y las Ciencias se cae a pedacitos), Manhattan le encargó el diseño del Oculus. El valenciano no se amilanó: diseñó una estructura de un millón de metros cuadrados, en la que Nueva York gastó unos 4.000 millones de dólares.
Estaciones de metro, escaleras, balcones miradores hacia el río, restaurantes, bares, cervecerías para el “after office” y, claro, docenas y docenas de tiendas. El ojo de Calatrava y sus inmensas pestañas se abren hacia el cielo, hacia el futuro, hacia la esperanza de la recuperación. “Ya veremos” –me dijo una colega de Columbia; feminista, trotskista y desconfiada, mientras bajábamos por la blanca pupila de Calatrava hacia la calle-, “no hay que olvidar que de los ojos también salen las lágrimas”.