Estamos acá, en este lugar maravilloso, cargado de magia y de arte para dialogar un rato con Pedro Ramia. Bueno, Pedro, ¿qué nos podés decir de tu padre?
A veces, el fútbol (demasiadas veces) me hace mal. Tiene todos los componentes de una droga: te da placeres efímeros, después lo odias, te da culpa, te prometés no volver a caer en la misma, le decís a todo el mundo que ya no sos el mismo, que cambiaste, empezás a poner fechas y contás los días: “estoy re bien, hace como 15 días que no consumo fútbol”. Te alejás, te convencés de que ya está, de que hasta acá llegaste y después… qué decís que no vas a venir, si pensás en venir, cada vez que te alejas de mí. Qué decís que no vas a llorar, si te encanta. Y comienza nuevamente el círculo vicioso.
Hay dos cosas que tengo que decir antes de seguir. La primera es que Pedro, para sus seis años, juega bastante bien. ¿Qué es “bien”? Lo básico: tener las destrezas físicas mínimas para un niño de su edad. Hoy, que las infancias están muy vigiladas, que los padres y madres cuidan a sus hijos de cualquier situación terrible y perturbadora que les pueda pasar -como rasparse una rodilla-, noto que los pibes no saben ni siquiera correr. Así de básico. En ese contexto, Pedro a veces domina la pelota, gambetea a uno, patea al arco. No mucho más pero eso ya es un montón. La segunda: no estaba preparado para que un Ramia jugara bien al fútbol. No he conocido a ninguno que lo haya hecho. Mi apellido estaba destinado a la mediocridad de la defensa, a la garra y a no mucho más. Dicen que un abuelo o un tío abuelo jugaba bien. Pero yo sospecho que eso es parte de la mitología familiar.
Empecé a escribir esta columna unos días atrás pero decidí que tenía que esperar a vivir una experiencia clave en mi vida y en la de mi hijo: nuestro primer Mundial. Pero no esa porquería organizada por FIFA, llena de millonarios en la cancha, millonarios en las tribunas, periodistas fingiendo emoción, queriendo ser protagonistas (¡se filman a ellos mismos llorando!) No. Lo que vivimos el fin de semana pasado fue real, fue popular, fue único, fué FÚTBOL, fue el Mundialito Liga Participando, realizado en el Predio El Norte, en Río Segundo.
Hacia allá fui con Pedro, mi hijo de seis años, categoría 2017. Era mi primera experiencia intensiva como padre de un futbolista. Era una prueba para mí. Estaba en juego mi futuro: ser un padre normal, que aplaude y celebra las experiencias de su hijo como mojones en su crecimiento y en su formación como persona, o ser uno de “esos padres” que le reclaman al árbitro una falta y le recuerdan que el partido pasado no cobró un gol para nosotros; uno de esos padres que le da indicaciones a su hijo, que le arruina la experiencia, que le hace odiar el deporte más maravilloso del mundo, que, años después, declarará ante la prensa especializada: “yo jugaba al fútbol, pero mi viejo estaba loco y de a poco fui dejando y me dediqué de lleno a esto que hago ahora: el arte, la pintura. Así que quiero aprovechar para agradecer la influencia de Marta Minujín y tantos otros artistas fenomenales que ha dado esta tierra”.
No fui ese primer padre que describo ni tampoco el segundo. Me hago cargo de mis imbecilidades. Sé que con eso no alcanza pero reconocer el problema es un comienzo. El fútbol, como dije en el primer párrafo, a veces es un problema. Ver un partido conmigo es de las peores experiencias a las que se puede someter un ser humano. Y creo que le sequé la cabeza y los oídos a alguno de los padres con los que compartimos las jornadas.
Mi indignación fue alimentando un deseo que vengo amasando desde principio de año, desde que Pedro va a la escuelita de fútbol: quiero ser profe de fútbol, De-Te, entrenador. Quiero transmitir mi demencia y mi conocimiento, mi trayectoria, mi sabiduría técnica y teórica, mas no física, porque siempre fui chotísimo jugando a la pelota. Quiero dejar de ser un padre que está detrás del alambrado alentando a los pibes, diciéndoles dónde tienen que estar parados, a quién darle un pase,
Cuándo patear al arco, adónde tirar el córner y, principalmente, a dónde sacar los laterales. Por favor, niño, niña: si vas a sacar un lateral dásela a uno que tenga el mismo color de camiseta que vos. Si me calzo el buzo de DT dejaría de ser un padre denso y me convertiría en un profesional intenso, comprometido, en un Loco Bielsa, un Chacho Coudet, un José The Special One Mourinho, un Lionel Sebastián Scaloni, el Leónidas de Pujato. Sí, hijo, yo sería un Scaloni, un joven inexperto, un incomprendido, un genio, una piedra preciosa que está esperando su momento para ser descubierta por el resto del universo, arrancando mi camino con la categoría 2017 y de ahí a conquistar el mundo. Sí, hijo, así será. No pienso arruinarte la vida ni tu relación con el fútbol. Yo quiero que seas feliz, sin importar mi locura. Si cierro los ojos puedo verte, con una sonrisa en tu rostro, en tu taller, mientras relojeás tu televisor salpicado de pintura, y ves a tu padre levantando la Copa del Mundo, haciendo feliz a todo el mundo, pero principalmente a vos, Pedro querido.
—Dejame mandarle un saludo a mi viejo, porque de algún modo, gracias a él, pude darme cuenta de que yo quería jugar al fútbol para divertirme. Y eso hice. Gracias viejo por eso y por traer la cuarta al país. Te quiero mucho, viejo.
—La palabra de Pedro Ramia, el hijo del actual técnico Campeón del Mundo. Volvemos a estudios centrales.