Cómo explicarte, hijo mío, que no tengo ni la más remota idea de nada. Ni de lo que hago, ni de lo que pasa, ni de por qué es así el mundo.
Hay una edad -no sé cuándo empezó ni cuándo terminará- en la que los niños desarrollan un superpoder corrosivo y lacerante. Se trata de la habilidad de abrir sus pequeñas y babosas bocas y gesticular las palabras que con tanto amor les enseñamos, pero en nuestra contra, para destruir nuestra infalible lógica adulta para vivir. Todo eso, entre dos escalofriantes signos de pregunta.
¿Cómo se hace el viento?
Por suerte, en algunos casos, no estamos solos. El asistente de Google, que entiende de paternidades y consultas, puede resolver ciertas dudas y mantenernos en ese dudoso podio del saber que reforzamos frente a las criaturas. Así, cuestiones como qué tiene más hierro, la palta o las lentejas, se solucionan con un “oquei gugle, qué tiene más hierro, la palta o las lentejas”. La prótesis tecnológica. Magia.
¿Por qué no trabajas en algún lugar en donde te paguen más?
Pero en otros casos, sin piedad, sin compasión, como supervillanos crueles embriagados del poder de la curiosidad, ellos buscan a toda costa respuestas. Así, destruyen a su paso como un huracán muchos de los fundamentos de las sofisticadas decisiones que tomamos, firmes como un castillo de naipes.
¿Por qué le dijiste al chico ese que vende bolsas que no tenés plata si yo vi que tenés?
Son invasiones espontáneas a nuestras incoherencias, tabúes, creencias erradas, inseguridades, faltas de reflexión. Son las preguntas que temimos hacernos en el tiempo en que debimos.
Y ahora vuelven, densas, ominosas, con dimensiones incalculables, en forma de hijos.
¿Tu pito es corto, largo o mediano?
La escuela tampoco ayuda. Los pequeños monstruitos se juntan en pequeñas camarillas a ventilar las miserias familiares a cambio de prestigio social y notoriedad pública.
Es ahí donde nacen nuevos y peligrosísimos interrogantes importados de los descuidos docentes, que no miden las consecuencias del efecto mariposa de sus enseñanzas, y otros padres, que no saben borrar el historial de su celular.
Todo eso atenta contra el status de la familia perfecta que construimos día a día.
¿Por qué me tengo que bañar todos los días y vos no?
Tomar estas preguntas con seriedad puede ser catastrófico para nuestras estructuras mentales. Por eso, siempre está la opción contra incendios que dice: “Porque lo digo yo y soy tu padre, no me contestés, acabala, estás en penitencia”.
Una victoria sucia, pero segura.
¿Vos amás a mamá?
“Todos tenemos un plan hasta que recibimos el primer golpe en la cara”, dijo Mike Tyson una vez, mientras le preparaba la chocolatada a su hijo.
Pero lo peor es que ellos lanzan sus golpes-pregunta al paso, como cuando alguien consulta “¿cómo andás?”, y espera a que le respondas “todo bien” para continuar con su rutina.
Pero uno, con las cascaritas recién formadas por tantas dudas y malas decisiones acumuladas, no está preparado para recibir esos ataques desde sus descendientes.
Es ahí donde elucubramos, refunfuñamos, nos quedamos pensando durante todo el día y les decimos “vos sos muy chiquito para entender esto”, para salir del paso. Pero, muy en secreto, nos preguntamos si nosotros no seremos también muy chiquitos para la vida que tenemos y para responder por lo que hacemos.