Desde hace algunos meses repito la palabra “refugio” en juntadas con amigos, reuniones laborales; incluso, los días domingos al mediodía cuando los asados o las pastas forman parte del menú del mediodía. También la introduzco en cada narración, en cada párrafo. Es un término que mi boca expulsa, susurra, balbucea o sopla casi como una necesidad y, además, como un resultado de todo lo que veo y escucho a mí alrededor. Entre la pandemia, el conflicto internacional, el debilitamiento institucional, las relaciones débiles y los conflictos internos que me atraviesan, me encuentro en un momento donde los pensamientos se entrecruzan, se desordenan y nada parece tener un destino concreto ni una salida evidente.
¿Será la época, será mi propia subjetividad, que, sensible y frágil, se atormenta en un mar de suburbios y utiliza el término como bastión para salir a la superficie y respirar?, ¿o acaso su uso es más común de lo que creo y le pertenece a todo aquel que se cruza con este texto sucio, lleno de caos, de desprolijidades, de amateurismo, de sinsabores de quien lo escribe?
Ya lo predijo Mark Fisher, cuando en “Realismo Capitalista”, se preguntó casi desafiante: ¿No hay alternativa? Y haciendo alusión a este cuestionamiento, veo lejos la alternativa y, si vamos más allá, considero utópica la posibilidad de barajar de nuevo el mundo y sus disposiciones sociales y políticas, para hallar armonía en la calle. No obstante, mientras caminamos sedientos, podemos ir construyendo refugios que nos sostengan, que nos hagan inmunes al virus, a la guerra, a las tensiones de los vínculos que, en caída libre, dejan poco lugar para el juego y su resignificación…
Si en este momento están leyendo lo que escribo sepan perdonar a este sujeto lleno de vacilaciones, que se escabulle en una simple columna para plasmar lo que siente, para recordar lo que ya perdió y no volverá; esto es aquellos días de barrio hasta altas horas de la noche donde disfrutábamos del juego de “la escondida” o de un simple partido de futbol, que se definía por penales, para terminar tomando una coca en la esquina antes de que tu mamá te llamase para comer. Todas las anécdotas que la mente magnifica, porque es su tarea hacerlo, se revela ante mi yo adulto y las venera, saboreando el aroma de aquellos picados que le ganaban al tiempo.
Hablo de refugios porque en este término visualizo una posible alternativa para la pregunta que formuló Fisher en su recorrido teórico. No es una alternativa. O tal vez sí. Me refiero a la posibilidad de ver en los consumos culturales (cine, literatura, teatro, y un sinfín de etcéteras) un rincón y, si no están conformes con el dicho, como una potencia creadora de mundos paralelos. “¿Y cómo lo logramos?”, la pregunta incómoda. Pues no lo sé con claridad. Pero sí tengo claro que la lectura alimenta el mundo interno que llevamos dentro, que nos pertenece y está en nosotros nutrirlo o no -ya lo dijo el escritor William Somerset Maugham con la frase: “adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida”-. O como en el cine, que por un rato vivimos otras vidas, otros sucesos, que nos alivianan la existencia y nos proveen un respiro ante la catarata de información que nos es imposible de asimilar; y en el teatro, donde vemos a unos metros de distancia a conocidos y no conocidos, a famosos y no tan famosos recrear una historia, poner el cuerpo, jugar, simplemente jugar a ser otros. A esto llamo refugio.
Ayer, un amigo me visitó y hablamos de literatura, de cine y de teatro. Me contó que quedó seleccionado para un corto y lo felicité. Brindamos con dos mates y soltamos pícaras risas. Después de convidarle un cigarrillo, me preguntó sobre el libro de poesía que había publicado días atrás. Le contesté que estaba muy contento por haber concretado el proyecto, que en unos días hacía la presentación, aunque no me había decidido por la locación del evento. Cuando todo parecía desvanecerse y la conversación tomaba otro matiz, se detuvo en el título del libro y repitió: “Cualquiera quiere a los muertos”… Sí – le contesté, reafirmando mi decisión política de colocarle ese título. Me miró con un halo de incertidumbre y soltó al aire. Qué difícil es querer a los vivos completamente. Por eso es que me refugio en la actuación.