Así concluye un proyecto de quince años el recorrido del escritor cordobés Martín Cristal por su universo entrecortado/entretejido, con tenues continuidades, con cierta autonomía de tramas, historias coexistentes hechas de sustancias que a veces se atraviesan, cruzada por narradores variados, por más de un estilo… por más de un autor, una transversalidad autoral: la transversalidad Cristal a lo largo de una tetralogía de novelas que concluye con Los incendios (2022, Caballo Negro). Así termina, así continuó luego de una espera de tres años desde su antecesora inmediata, y así comienza la oportunidad de lectores amantes del conjunto, de personas impacientes que se arrojan de cabeza a las temporadas completas de las series.
La última es la más corta de las cuatro novelas, no sólo en número de páginas: refulge y se consume entre las manos, se lee de un fogonazo; porque también en su abordaje, en los devenires y formas que depara, Los incendios se recorre y concluye como el elemento que ocupa en la tetralogía, y como el arrojo hacia un porvenir hipotético: fuego y futuro. En las antípodas se encuentra el espeso presente, inmenso, de Las alegrías (2019), la tercera publicada, con el aire ocupándolo todo, la fiesta intensa, prolongadísima, a lo Peter Sellers, interminable y con una tormenta casi huracanada como uno de sus tardíos invitados. Salirse del tiempo, anulación de la linealidad perversa, castración del Cronos de los trabajos y los días, purísima alegría de infantes… aquella novela-fiesta ha venido resultando preferida por lectores que no vienen de la literatura, circunstancia que habla menos del libro en sí que de quien lee, tal como se observó en la presentación de Los incendios, a cargo de Alejandro Cozza y del propio Cristal (el último 12 de octubre).
En los habituales, los lectores más literarios, podría haber una mayor inclinación en gustos hacia Las ostras (2012), libro que abre la tetralogía: por su coralidad, por el cruce de textualidades propio de la experimentación novelesca, por el gesto vanguardista de insertar otros textos. Y es que, con su fluidez, su estructura rizomática y su discursividad líquida, es una propicia apertura a la multiplicidad y la simultaneidad que se extienden por gran parte de las cuatro novelas. Por supuesto, en la misma línea de variabilidad en lectores, habrá quienes prefieran la última obra, su apocaliptismo, su guiño al presente desde una distopía aun no sida, porque así están narradas las historias de Los incendios: como “aun no sidas”. El gusto es furtivo y se sale de su pellejo: nosotros terminamos embelesados por la preparación para la siembra, la añoranza, la acumulación de años, esa densidad de Mil surcos (2014), segunda publicada de la tetralogía. Atrapa, en ella, el relato histórico entre clásico y renovador, los devenires aciagos y los gozosos a lo Doctor Zhivago, a lo Karenina, a lo Oscar Matzerath.
Pero volvamos a Los incendios. Como en algún Piglia, pero también como en el último Chandler, es una policial y más; o es, en todo caso, una novela sobre el futuro cercano con una policial parasita que le ha colonizado buena parte del cuerpo; o se trata de una obra de género con rellenos y distracciones, con extensiones del contexto y el verosímil. Es novela negra y ficción especulativa, claro, pero sobre todo es su exceso, el suplemento, el rebalse… es decir: literatura.
“Todo puede fallar” profería el narrador de Las ostras, publicada hace diez años, y, como un oráculo, nos legó una de las más significativas líneas temáticas o sendas de continuidad de la tetralogía cristalina, que arriba hasta los lindes mismos del proyecto literario, sus límites encarnados en esas cortinas de llamas sobre los campos de su última obra. Y es que todo falla en Los incendios, tan perfectamente bien: ha fallado el destino deseado de banda de rock y giras, falla la vida en pareja, falla una relación tras otra, fallan maternidades y paternidades, las fraternidades fallan, y los aparatos, los servicios, los camuflajes, las lecturas, los cumpleaños, falla el amor, por supuesto, y la venganza. De hecho, con esa certeza de la falla —o del fallo—, bien podría refutarse la aseveración al comienzo mismo de la novela sobre que nada puede aseverarse con certeza absoluta. Porque si fallan las profecías y los meteorólogos, las barajas y las líneas de la mano, la borra del café y las gitanas, entonces hay un oráculo, un vaticinio: todo fallará, es inevitable, todo seguirá fallando, como las buenas intenciones del infierno y los bomberos a lo largo de las páginas del libro.
Las fallas vienen de antes, laten en las tres novelas previas: en la objetividad científica de un libro sobre la biología marina; en proyectos de vida que se tuercen y retuercen, y dejan huella, hendidura, porque “surco” es sinónimo de “falla”; en circunstancias de una fiesta grande y al parecer bien preparada: cantidad de bebida y hielo, energía eléctrica para luces y música, baños suficientes para tanta gente, situaciones planificadas que parecían perfectas en la mente. Hágase este ejercicio: intervéngase con la noción de “falla” el monólogo de Orson Welles frente a la catedral de Chartres, en F for Fake (¿”for Failure”?): ¿acaso no es otra forma de referirnos a la finitud, el límite? La muerte provoca una falla en el paralelismo de los surcos sobre un campo de Moisesville, y la imperfección se hace mayor con cada nuevo trazo, como lo contempla José, personaje de la segunda entrega de la tetralogía. “Si el cambio es lo único que permanece”, piensa uno de los narradores de Las ostras, “entonces lo permanente es la historia de los cambios”.
La falla es amenaza constante: ¿nos quedan años, días, horas para leer, para escribir, para emprender proyectos?; ¿todavía tenemos tiempo, como dice Willy al final de Las alegrías? Consciente de la transformación y la condición efímera, explicitándolas, en una nota al final de su último libro Martín Cristal deja asentado el nombre que deberá llevar el conjunto de obras; por capricho, nosotros lo hemos denominado alternativamente “Tetralogía voluntaria o voluntariosa” (en respuesta a la trilogía de Levrero), “Petit comédie humaine”, “Saga de la simultaneidad / de la divergencia y la convergencia”. Con mejor criterio, Cristal la tituló Mudanzas a ninguna parte —tetralogía elemental—:
- el agua del pasado reciente narrado en Las ostras;
- la tierra hendida por los años y la memoria en Mil surcos;
- el aire del purísimo y constante presente —¿acaso hay más presente que el del festejo?— en Las alegrías;
- y el fuego acechando el porvenir en Los incendios.
Diez años publicándose, cuatro novelas, cuatro tiempos, cuatro elementos, numerosos recursos narrativos, escrituras variadas, quince años desde el comienzo del proyecto.
Una última observación. Ya se sabe, el propio autor lo ha aclarado en más de una ocasión: las novelas se pueden leer de forma independiente, y en cualquier orden. Aquí sugerimos seguir el de su publicación: 2012, 2014, 2019, 2022; o, al menos, dejar para el final Los incendios: con la conclusión de algunos itinerarios de personajes, los últimos trazos en sus bitácoras; con varios guiños al conjunto de obras, como los cuatro libros de Yukio Mishima en un estante de una de las cabañas; y con el despliegue de un momento fundacional, los instantes mismos de origen de un escritor, el “Claudio” en que devendrá el personaje-niño “Claudito”, alguien que emergerá de las cenizas, de la devastación, y que, en un futuro aun más lejano, estará para contar, para narrar a próximos lectores que todo puede fallar, que a veces la fuerza de una promesa nos pone en marcha, que andamos tanteando en penumbras como a lo largo de un pasillo en busca de la puerta de un nuevo hogar, y que nada permanece ni es siempre uno.