Miguel Koleff
Especial para HDC
A fines de la década del 70 José Saramago recibe una importante oferta laboral por parte del Círculo de Lectores: escribir una guía turística de Portugal que contemple todas las regiones del país. La propuesta le resulta tentadora porque se encuentra sin trabajo y vive de las traducciones que realiza y de los artículos sueltos que publica en algunos medios.
El escritor no busca trabajo en otros espacios periodísticos porque «aprovecha» la circunstancia de su despido de la dirección del diario, tras la revolución, para dedicarse a la actividad literaria que se impone como meta personal. En este contexto, evalúa el ofrecimiento y lo acepta sin tapujos. Lo que él ofrece como alternativa es escribir el texto como si fuera un viaje, pero en el que esté presente «toda [su] subjetividad, todas [sus] reacciones y reflexiones». El planteo es aceptado por sus contratantes y se define a través del cumplimiento de dos instancias: un recorrido in situ por el mayor número de localidades del país, y la posterior elaboración de una semblanza acerca de sus riquezas naturales y culturales.
No tenemos idea acerca de la manera en que Saramago concreta su tarea, pero lo que sí podemos certificar es que el viaje se inicia en el otoño de 1979 y se extiende por, al menos, seis meses, como puede comprobarse en las referencias estacionales que acompañan el transcurso. Los lectores que seguimos a Saramgo nos sentimos interpelados por el agradable otoño de Trás-os-Montes; el duro frío de la región central o de Las Beiras; y el excesivo calor del Algarve, que se hace sentir en ocasiones.
El libro propiamente dicho se publica en 1981 y consta de seis circuitos. Comienza en el noreste, en la frontera con España (Miranda do Douro), desde donde se encamina hacia el sur, para terminar en Santiago de Cacém, en el distrito de Setúbal. El recorrido diferencia nítidamente los paisajes dominados por la planicie (las tierras bajas) de los configurados en torno de las montañas, a los que le dedica una especial consideración.
Estos circuitos configuran claros capítulos que hacen eje en las principales ciudades y sus adyacencias, y que son designados de manera original: «De Nordeste a Noroeste, duro y dorado», «Tierras Bajas, vecinas del mar», «Blandas beiras de piedra, paciencia», «Entre Mondego y Sado, parar en todas partes», «La grande y ardiente tierra del Alentejo» y «De Algarve y sol, pan seco y pan tierno».
El fuerte de la escritura de Saramago en este género está dado por el elemento descriptivo que se vuelve un poco tedioso porque se circunscribe a las iglesias de cada localidad, al castillo (si lo hay) y a las murallas (o sus restos) que vegetan como ruinas arqueológicas. Salvo algunos comentarios puntuales en el que los atractivos naturales ganan terreno, la mayor parte de la argumentación se realiza de cara a los estilos arquitectónicos particularizados de cada aldea, villa o ciudad.
El escritor se obliga a diferenciar entre el románico, el manuelino, el gótico, el renacentista y el barroco sin descuidar el mudéjar. Ciertamente va munido de información sobre estos sitios y parajes, y lo que hace es corroborar el dato y aprender acerca de ellos para sostener sus juicios de valor y opiniones fundadas. El elemento interpretativo juega un papel privilegiado, que se hace más agudo a medida que avanza por el territorio nacional.
La importancia de cada uno de los monumentos identificados y descriptos depende de la región y la influencia política que los sucesivos reinados le dieron al espacio público. En el norte domina la piedra, y el románico le da a la construcción física un aire austero que se reconcilia con la solidez que lo soporta. Sin embargo, esos rasgos característicos no son excluyentes, y a veces se encuentran en transición con otros o bien, en clara pugna «entre lo que había y lo que al lado se construyó». El caso del barroco es ejemplar en este sentido, porque esa excesiva ornamentación le sugiere al viajante una pompa desmedida que poco se comparece con el ejercicio del poder tomado en serio. Al escribir sobre Braganza, por ejemplo, califica la ciudad según su percepción del momento, pero anticipa la relatividad de sus afirmaciones de cara a lo que sobrevendrá durante la travesía: «más tarde [el viajante] dará lo dicho por no dicho y reconocerá la dignidad particular del barroco, pero, antes de que eso ocurra queda aún mucho por andar». A lo que hace alusión con estas palabras es al cambio de parecer que experimenta de cara al barroco como estilo compositivo –comparado con el románico o el renacentista- porque el mapeo de la historia política del país se hace más complejo en esa transición camino al sur. Lo que en el norte le parecía una clara exageración que atentaba contra la sensatez, gana fuerza imaginativa al ver desplegada su altanería en las majestuosas construcciones del litoral.
Si el viajante (que es el término que elige para definirse) se limitara a la redacción de una guía turística como se le había requerido inicialmente, nos veríamos privados de esta historia a contrapelo que nos asalta por causa de su subjetividad.