No sé qué tanto se pueda decir a esta altura de la obra de nuestro Horacio Quiroga. Y digo nuestro a propósito, porque el autor nació en Salto, Uruguay, pero lo adoptamos como argentino. Se sabe que es uno de los mayores cuentistas del Río de La Plata, que tuvo una vida casi más trágica que la que de sus relatos, que su vida aventurera en la selva misionera no escapaba a la exactitud que emanaba de cada una de sus creaciones y que mandaba a la capital para que fueran publicadas en los diarios.
Ni que cabe decirlo también: la literatura, si algo hace, es borrar las fronteras. Un escritor es tanto más local cuanto más universal; carga, transmuta sin perder el gen y transfiere las particularidades a los lectores más lejanos. Una paradoja feliz esa. Los malos escritores que pretenden localía sólo quedan en el moralismo regional, desentendiéndose de aquello que supuestamente no puede ingresar en su obra, como si fuera una herejía a su religión telúrica de unos pocos feligreses. Horacio Quiroga nos mostró la selva, el monte, la tempestad viva de la naturaleza, pero al mismo tiempo el valor y la valentía de seres que no cejan ante nada. Si uno mira atentamente sus textos, notará que la palabra “voluntad” es una de las que más se reitera. Noé Jitrik y Jorge Lafforgue, entre varios más, han atendido este aspecto, en trabajos muy cuidados y ya patrimonio de la ensayística latinoamericana.
Voy al libro que reúne las seis novelas que el escritor realizó a pedido para la revista “Caras y Caretas”, y que decidió firmar con el pseudónimo S. Fragoso Lima. La edición consta de varios estudios preliminares, cronologías y crítica genética acerca de qué pretendía dejar ahí Quiroga oculto bajo el pseudónimo. Pero, así como una sonrisa no se puede esconder (sonreímos gestualmente de niños y hasta ancianos de la misma manera) el talento versátil para el suspenso y el terror aventurero no escapan a estos seis textos. Un Quiroga escribiendo folletines se une a la larga tradición de autores que utilizaron esa técnica para sus obras: Mármol, Payró, Sarmiento, Gutiérrez, Puig (con la trampita de la novela toda junta, en “Boquitas pintadas”), son algunos de ellos.
En estos títulos hay ciencia, superstición, hipnosis, un hábitat quemante, tramas y estrategias políticas, supervivencia, lo que nos muestra a un Quiroga atento a varias cuestiones y a novedades e ideas del momento en que escribía los textos. Pensemos solamente en “El hombre artificial”, o “El mono que asesinó”, donde la psicología, la técnica al servicio del humano es el sedimento de las teorías que, a fines del siglo XIX y principios del XX, se jugaban su valor en círculos científicos e institucionales. Pero Quiroga hace literatura. Y bien dije “hace”; él es un “homo faber”: construye el techo en su casa o una canoa del mismo modo como redacta sus historias. Hay algunas palabras que sobrevuelan y marcan, dan el tono que define a este escuálido narrador perfecto, en cada una de las novelas. Esas palabras son “voluntad” y “venganza”. De los seis títulos, me parecen superiores “El mono que asesinó” y “Una cacería humana en África”. En este último descubro el elixir de la lectura que el propio Quiroga me insufló cuando lo leí siendo un infante. Eso sucede con los buenos libros y autores: al releerlos, te trasladan a una emoción primaria de plenitud que es difícil describir, con el plus de que en las relecturas ya estás pensando y sintiendo otras cosas de lo que se nos había mostrado esa primera textura narrativa. Los animales salvajes son de una ferocidad tan inocente, que esa marca emparenta al autor más que con Maupassant o Kipling, con London. Por su parte, en la otra novela tenemos el policial con la transmigración y la conciencia como un personaje de lujo.
La crueldad y la rabia son refinadamente generosas en sus historias -he allí el misterio de su literatura- y las venganzas y rencores son tolerados por el lector, ya que persiguen objetivos nunca espurios; en un ambiente hostil, no hay una ley ante el alma mancillada, porque el uruguayo habla de almas encarnadas en cuerpos, a partir de la titánica voluntad que los mueve.
Hay otra torsión quiroguiana: la indistinción, la zona liminal entre el ser humano y el animal, siempre tematizado en sus cuentos, en una parte de la balanza con final feliz “La tortuga gigante”, “El paso del Yabebirí” y en otros con final fatal (“El almohadón de plumas”, “La miel silvestre”).
En “El hombre artificial” los científicos reunidos juzgan como creadores y no como seres creados, que es en verdad lo que son; he aquí otro compás del escritor: la voluntad humana es tan arrebatadora como si los personajes adquirieran la potencia de Dios, olvidándose del rol de creados. En un pasaje del texto aparece que Donissoff en su expresión “tenía aquel sello de implacable voluntad de las ocasiones decisivas”.
Quiroga ha formado parte -y forma, pese a los intentos de censura hace poco- de nuestra educación sentimental. Pero de una que nos llevaba a la intemperie. Y vaya si eso no es un lector, quien se abroquela a la historia que le están contando, pero sabe que es una falsedad absoluta el cobijo; el aferrarse a las páginas del libro es el asombro -o la magia si quieren- al descubrirse felizmente intranquilos por lo que nos espera a la vuelta de la página.