En un contexto de apagones, censuras, bloqueos y cambios en la reglamentación abonado con el ya omnipresente baño de ‘fake news’ que altera escenarios políticos y sociales, los usuarios de las redes sociales asisten a un momento crítico porque el cambio de las reglas del juego o la desaparición de plataformas como Twitter o Instagram ponen en riesgo su permanencia, su voz y hasta un capital simbólico generado a fuerza reproducir el gesto de subir, ‘likear’ y compartir en la red.
¿Cuáles son los derechos ciudadanos que tiene el usuario? ¿Los cambios abruptos en una red (o incluso su desaparición) pueden comprometer nuestro capital simbólico? ¿Debe regularse la gestión de las plataformas?
Cualquier twittero sabe que, por estos días, algo pasa en el aire de la red. Tras comprar la compañía en octubre, Elon Musk usó la primera semana para hacer cambios de brocha gorda: expulsó a altos ejecutivos, redujo drásticamente el personal de planta, comenzó a acelerar un combo para garantizar la generación de ingresos que incluye, entre otras cosas, el cobro de la marca de verificación que apunta a certificar que un usuario es quien realmente dice ser.
Esta última medida llevó al mismísimo Stephen King a advertirle a Musk que se iría de la red social si lo hacían pagar 20 dólares. El magnate, fiel a su registro, le hizo oferta y le ofreció pagar 8, el precio que tendrá finalmente adquirir la certificación. Pero el intercambio no terminó ahí. King, que acumula 7 millones de seguidores y que usa su cuenta para postear sobre las series que mira o sus opiniones políticas y también para promocionar sus libros, sostuvo que la actitud de Musk en Twitter era como la de Tom Sawyer en la famosa escena de la pintura de la valla. «Musk me recuerda a Tom Sawyer, al que le dan el trabajo de pintar una valla como castigo, y Tom convence a sus amigos para que hagan la faena en su lugar, haciéndoles pagar por el privilegio. Eso es lo que Musk quiere hacer con Twitter. No, no, no», escribió.
A la polémica por el tilde azul certificador se sumó un recrudecimiento de los discursos de odio en la aplicación. Envalentonados por el «absolutismo de la libertad de expresión» que pregona Musk, muchos usuarios trataron de probar los límites de lo que ahora se puede decir en Twitter con mensajes sexistas o racistas.
En verdad, lo que le ocurre al bestseller le pasa también a los usuarios de bajo alcance: la imprevisibilidad, los cambios y el enrarecimiento del clima de un ágora que ahora parece librado al azar de los caprichos de un millonario excéntrico. Como si Twitter fuera una nación, muchos se preguntan a dónde emigrarán.
«Hay una idea en la que vale la pena insistir: las redes sociales son medios ambientes. En ese sentido, no se puede seguir pensando que hay una vida real y otra virtual de la que entramos y salimos según nos plazca. De manera que, si son medios ambientes, es válido que nos preocupe que ahora este aire tenga este dueño. Todo esto lo digo entre comillas: sabemos que las redes nunca fueron una plaza pública de uso libre. Sin embargo, hasta la compra de Musk, vivíamos con la ilusión de que era así», reflexiona Ingrid Sarchman, licenciada en Comunicación, docente, investigadora y ensayista, sobre la atmósfera de inquietud que generó el desembargo de Musk.
Sostiene, además, que hasta ahora los usuarios administran sólo rumores relacionados con el costo de la tilde azul, la vuelta de cuentas polémicas como la de Donald Trump y otros fantasmas; que reina la incerteza. «Todo indica que ese tipo de miedos está relacionado con, justamente, la posibilidad de que enrarezcan el aire que respiramos, nuestras maneras de relacionarnos con el entorno, que en Twitter no es otra que la manera en la sentamos posición», considera.
Sarchman cree que el gran «mérito» de las redes en los últimos años ha sido haber logrado crear la ilusión de ágora pública y democrática. Pero el velo se ha ido corriendo. «Por eso, cuando aparece un dueño y uno tan importante (que además se ha posicionado como un megamillonario un poco caprichoso) es normal que aparezcan estos miedos», advierte. Explica, además, que el hecho de que todo pueda ser colgado en una nube, contribuye a esta idea de lo etéreo, de «andar livianos».
¿Pero qué muere cuando muere una red social? «La primera respuesta que se me ocurre es bastante trágica: hay una parte de nuestra identidad que se pierde, una parte de nuestra historia. La buena noticia (creo) es que nuestras identidades son tan diversas, dejamos huellas en tantos lados, que siempre habrá maneras de reconstruirla», responde.
Para Juan Marenco, CEO de Be Influencers, una agencia de publicidad especializada en el vínculo que entablan los influencers con las plataformas y autor, junto a Tomás Balmaceda y Miriam De Paoli, de «Cultura de la influencia» (La Crujía), el desembarco de Musk es una experiencia inédita en la corta historia de la redes sociales.
«Hay varias cosas interesantes: una empresa pública que pasa a estar en manos de una sola persona al 100%, una plataforma con ciertas reglas escritas y no escritas que piensa cambiar de un día para otro y un universo de usuarios disconformes de antemano. Sería la primera vez que una red con un grupo grande de adeptos desaparece o entra en una gran crisis y de forma drástica», repasa.
Como usuario de Twitter, Marenco ya piensa en formas de «hacer la valija». «Guardaría el historial de tweets, lo bajaría y empezaría a pensar en una alternativa. Hoy TikTok tiene mucho del uso de Twitter, pero claro, deja afuera a los que nos gusta más el texto», propone aunque también analiza escenario con otras contingencias de cambios superadores: «Probablemente haya muchas startups que estén pensando en reemplazarla y, por qué no, empresarios atentos a comprar Twitter frente a un mal movimiento de Musk».
En cambio, como gestor del vínculo de los influencers (que en definitiva no son sino usuarios con muchísimos seguidores que monetarizan su estar en las redes), sí tiene que pensar en estrategias ante este clima enrarecido. «Uno de los problemas más grandes de los influencers es que trabajan sobre plataformas ajenas sobre las cuales no tienen ningún control ni saben cómo funcionan. Las caídas, los cambios de algoritmos, los movimientos del mercado les afectan directamente en su trabajo y en sus métricas», explica.
Y cuenta que la caída de Instagram durante unas horas el lunes pasado no solo impactó en la cantidad de seguidores que perdieron los influencers sino en que muchos no podían acceder y subir contenidos pautados con marcas. Ocurre que los que le ponen precio a su capital simbólico y a su vez también pierden dinero ante cada caída o cambio imprevisto.
En general sus clientes son muy buenos en una sola plataforma y les cuesta mucho tener más de una, por lo que la diversificación no es tan fácil. «Por supuesto que sería ideal que tengan más de una para no estar presos de movimientos o decisiones de otros. Hay muy pocos que han podido adquirir plataformas nuevas y ser buenos en todos, como lo hace Paulina Cocina que pasó de YouTube, a Instagram y a TikTok siempre entendiendo cada una de las plataformas y obteniendo excelente resultados», explica.
Contemporáneos de un momento crítico
A fines de octubre, Natalia Zuazo, especialista en política y tecnología, participó en Granada, España, de un gran evento mundial que se propuso debatir la Inteligencia Artificial. En su intervención, a la que eligió llamar «Plataformas y moderación: entre la innovación y la regulación», planteó que la eliminación de cuentas hace perder valor (biográfico, cultural, pero también monetario) a sus creadores. Y tras analizar el caso controvertido de Trump, consideró que las reglas privadas de moderación de contenido fallan de manera constante en la instancia de apelación para los usuarios. «Lo que ocurre hoy es un límite muy finito que hace peligrar la libertad de expresión», planteó. Ocurre que, hasta ahora, ha regido la autorregulación de las empresas privadas. ¿Cómo lograr el equilibrio entre el derecho de las empresas a ganar dinero y el derecho de los ciudadanos a conservar su contenido, el derecho a estar informados y a convivir en estos ecosistemas sin verse dañados por los discursos de odio? Zuazo sostiene que la autorregulación de las empresas no alcanza para resolver ese desequilibrio, y que incluso es un camino que ellas mismas en los últimos años admiten, buscando ayuda.
La también directora de la agencia de comunicación tecnopolítica Salto explicó que somos contemporáneos a un momento crucial en cuanto a la regulación. Pasamos de un origen de regulación, a un acuerdo tácito de autorregulación y hoy el mundo se pregunta cómo darle gobernanza a plataformas. Zuazo complejiza el debate: no se trata sólo de preservar a los usuarios ante la posible desaparición de una plataforma o del cambio de las reglas del juego, sino de aceptar que son las empresas las que constantemente remueven contenido, a través de reglas de algoritmos no transparentes, que cancelan e incluso borran acervo cultural.
El problema tomó tal dimensión que no escapa al radar de las organizaciones internacionales: en 2023, la Unesco, organización donde Zuazo es consultora, organizará un encuentro para pensar estrategias ante las plataformas que tantos efectos tienen sobre los derechos humanos de las personas. «Se trata de regular con nuevas formas que no puede ser solamente una ley. El nuevo paradigma de gobernanza requiere que nos hagamos otras preguntas: qué derechos humanos son afectados, cómo darle transparencia a la moderación humana y automatizada y cómo podemos habitar redes más democráticas», plantea.