Lunes, ocho de la mañana. Reunión de personal. Se habla de los avances en la planificación, de la carga de calificaciones en el sistema, del protocolo a seguir en caso de que un estudiante se golpee en el recreo o en clase, como sucedió hace poco. Se distribuyen los responsables para los próximos actos, los números artísticos.
Antes de terminar, alguien levanta la mano.
-Vamos a poder ver el Mundial con los chicos.
-Todavía no enviaron ninguna directiva desde el Ministerio.
-Bueno, no me refiero a todo el Mundial. Hablo de los partidos de Argentina.
-Hasta el momento, hay clases normales.
Clases normales… Hace ya cinco mundiales que doy clases y tal vez no sean tantos, pero alcanzan para saber cómo va a ser la dinámica de trabajo en las escuelas durante noviembre, el mes en el que se juega el Mundial de fútbol de Qatar.
No importa si nos gusta o no nos gusta el fútbol. Por diversas razones (razones que, dicho sea de paso, sería oportuno trabajar en el aula), el Mundial es uno de los acontecimientos deportivos y culturales más importantes para gran parte de la humanidad. Más que los juegos olímpicos, más que, no sé, los premios Nobel o la exploración espacial.
De manera excepcional, los partidos de este año nos van a encontrar al final del Ciclo lectivo, cuando ya los contenidos de las materias han sido dados en su inmensa mayoría y transitamos el período de revisión, de refuerzo de los aprendizajes para aprobar y promocionar. Si la Copa del Mundo se incluyó en los programas de lengua y matemática, si permitió comprender algunos aspectos de economía, geografía, de género o sociología, habrá servido como oportunidad para integrar saberes y reforzar el vínculo entre la escuela y la realidad. Ojalá se haya hecho.
En el pasillo, me cruza un nene de primer grado.
-Profe, profe. ¿Vos qué querías ser cuando eras chico?
-Uh, muchas cosas. Piloto de robot, maestro.
-Ahh…
-¿Y vos, qué querés ser?
-Yo quiero ser jugador de fútbol. Porque soy muy bueno, en serio.
-¿Y te gustaría jugar en River, en Boca?
-No, no. En Francia voy a jugar.
-Ahh…
-Sí, le voy a decir a mi tío que me lleve a Francia para entrar a la Selección.
-¿Y por qué a la Selección de Francia?
-No sé, profe. Me gusta… ¿A usted no le gusta Francia?
Las conversaciones se repiten. En un rincón, chicos y chicas cambian figuritas, hablan del álbum original, del trucho, de Messi, de los goles que hicieron los jugadores de la Selección en los clubes en los que juegan. No son todos ni todas, pero están ahí, van a clases con la camiseta de Argentina y nos dicen que esto es algo que les gusta de verdad. Basta con prestar un poco de atención para que se deshaga la idea, falsa y pesimista, de que “nada les interesa” a las nuevas generaciones de estudiantes.
Para el Mundial de Rusia, la pedagoga Lucía Beltramino escribió que este evento singular puede funcionar como una herramienta educativa que integre contenidos y, al mismo tiempo, que articule las prácticas institucionales. Señala, además, que representaría la oportunidad de reagrupar a los estudiantes de otro modo (por materia o por taller), de flexibilizar tiempos y espacios de trabajo.
Si hasta el 2018 el Mundial era una posibilidad fértil en materia educativa, en la actualidad adquiere otros matices. Porque después de dos años de clases virtuales, de encuentros mediados por las tecnologías, del retorno a las aulas en burbujas, la escuela necesita recuperar su rol como espacio de encuentro con los otros.
Claro que es importante revisar los contenidos curriculares, suplir los efectos de la pandemia en los aprendizajes. Pero no es menos importante reforzar los vínculos de compañerismo, de amistad, sea entre los alumnos y las alumnas, sean entre los docentes y los demás actores que, año tras año, compartimos un mismo espacio de trabajo.
¿Cómo hemos celebrado la vuelta a clases de todos y todas? ¿Qué lugar le dimos a la alegría que supone dejar de vivir con el miedo a una enfermedad que nos tuvo recluidos, enfermos, con la muerte asechando a tantos conocidos?
En un par de cuentos breves, incluidos en el libro Messi es un perro y otros cuentos de fútbol (que también puede escucharse en varias plataformas virtuales), el escritor Hernán Casciari le otorga al Mundial un valor central para pensar el tiempo, las relaciones familiares, los sueños, la esperanza, la derrota. Rememora la relación con su padre, con su hija, y habla de la complicidad, de la ternura, de esa carga emocional que articula este evento deportivo con su memoria familiar.
La ficción, la literatura del fútbol en general y del Mundial en particular (Sacheri, Fontanarrosa, Soriano, Sasturain) es basta y compleja, deja entrever el contexto y permite repensarlo desde una mirada diferente a la del mero espectador de un partido.
En la película Good Bye Lenin, por ejemplo, el protagonista reflexiona el impacto que tuvo la Copa del Mundo de 1990 para la Alemania recientemente unificada tras la caída del Muro de Berlín, la necesidad colectiva de volver a sentirse parte de un proyecto común tras la II Guerra Mundial. Esa memoria, que contrasta con la de los argentinos que aún recordamos las lágrimas de Maradona al finalizar el partido, aporta nuevos sentidos a la historia nacional e internacional.
Sin dejar de lado el rol central de la escuela como lugar para la transmisión de la cultura, estamos a punto de vivir un momento en el que también podemos educar en la afectividad, en la fiesta que supone estar vivos y juntos. ¿Cómo no vamos a aprovechar entonces este Mundial, más allá del resultado, que se nos mete en el calendario académico como un carnaval anticipado?
-Profe, ¿usted se acuerda del Mundial de México, cuando salimos campeones?
-La verdad, no. Tenía cinco años, era muy chico.
-Ah, entonces nunca vio campeón a la Selección.
-Bueno, capaz que este año la vemos juntos.