Por Martín Iparraguirre
Si los lectores se dejaran llevar por las crónicas de algunos medios, podrían llegar a concluir que la 39 edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata no tuvo cambios significativos respecto a sus últimas entregas. Como si la intervención de la gestión de Javier Milei en el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) y en el propio festival hubiera sido inocua, sin efectos perceptibles en su programación y en su dinámica interna, incluso sin generar resistencia de parte del público o la comunidad cinematográfica. Nada más lejos de la realidad. La primera edición del festival bajo el gobierno libertario mostró efectos inmediatos: así como en muchos otros ámbitos de nuestra vida colectiva, la gestión de Milei produjo una inmediata “elitización” del encuentro, que se volvió más exclusivo que nunca y perdió todo atisbo de la popularidad que había sabido ganar en la última década, sobre todo bajo la gestión de la cordobesa Cecilia Barrionuevo.
El absurdo e injustificable aumento del 1.000% del precio de las entradas (que de $400 el año pasado pasaron a costar $4.000, sin descuentos para jubilados ni estudiantes en el principal espacio de exhibición) fue apenas uno de muchos indicios de una política general destinada a vaciar al único festival “clase A” de Latinoamérica, que no sólo perdió mucho público en sus salas sino también todo espacio de encuentro y reflexión. Este año no hubo charlas, mesas debates ni presentaciones de libros o publicaciones en el festival, así como también se abandonó la responsabilidad de difundir al encuentro en notas de prensa -acreditarse requirió un esfuerzo importante para periodistas fuera del ámbito porteño- y hasta de acompañar a las películas en sus funciones, con excepción de los estrenos en competencia –por ejemplo, el ciclo de Sergei Parajanov, que fue por lejos lo mejor del festival, fue prácticamente abandonado a su suerte-.
Cuando lo hicieron, los nuevos codirectores del festival, Gabriel Lerman y Jorge Stamadianos, mostraron desconocer las películas que presentaban, pese a que son los responsables de su programación. Si bien se sabe que más del 50% de la programación del festival estuvo a cargo del equipo precedente, lo que garantizó un nivel mínimo de calidad, lo cierto es que Lerman y Stamadianos -quien supo admitir que nunca en su vida había asistido al festival- parecieron estar más preocupados en celebrar a las estrellas de las películas y narrar anécdotas personales con ellas que en introducir las obras en cuestión, como si el objetivo fuera estimular el fetichismo frívolo y banal por el “star system” norteamericano y europeo en lugar de ofrecer una instancia de reflexión colectiva sobre el cine. Pero ni siquiera aquí pudieron exhibir grandes logros: a diferencia de la época de oro de Mar del Plata, este año vinieron al festival figuras de segundo o tercer orden de Hollywood -como el director norteamericano Jason Reitman- y Europa -como la actriz española Ema Suárez-.
“Les hicieron creer que venir era antipatriota y se perdieron un gran festival”, planteó Lerman en un medio marplatense al intentar un balance de la edición, sin asumir ninguna responsabilidad en la ostensible caída de público, y aseguró que su propuesta para el festival es “ir para arriba” porque “cuando llegamos encontramos una propuesta de ir para abajo” (Sic). Lo cierto es que la traducción estética de esta filosofía ya se vio en la propia programación de este año, donde la dupla Lerman-Stamadianos privilegió películas que podrían ser protagonistas de los próximos Oscar -como “Cónclave”, de Edward Berger, “Emilia Pérez”, de Jacques Audiard, “Saturday Night”, del citado Reitman, “Un dolor real”, de Jesse Eisenberg, y “The Most Precious Of Cargoes”, de Michel Hazanavicius- en sus principales vitrinas de exhibición, la función de apertura y la Competencia Internacional de Largometrajes. Hubo en cambio pocos títulos de relevancia mundial, mientras que el rechazo de la comunidad cinematográfica local a la intervención oficial del festival produjo que este año los directores más importantes del país excluyeran a sus películas del encuentro; con lo que Mar del Plata comenzó a mostrar una preocupante metamorfosis: de ser la principal vitrina del país y la región, reuniendo la rica multiplicidad de expresiones artísticas que contiene y cerrando el calendario anual del grandes festivales del mundo con una síntesis de lo más novedoso y estimulante que hubo en el circuito global, comienza a parecer un apéndice de Hollywood, cuyo mayor atractivo parece estar en la posibilidad de anticipar películas que protagonizarán los Oscar del año próximo. El resultado fue una edición gris, apática e institucional, donde la burocracia se impuso a la pasión por pensar y discutir el cine y donde los directores y actores fueron tratados como estrellas del firmamento internacional, destinadas a la adoración popular a la distancia. El encuentro dejó entonces más dudas que certezas. ¿Qué sucederá el año próximo, cuando los efectos de la política de destrucción de la producción nacional se vean plenamente? ¿Habrá cine argentino para poblar la programación de Mar del Plata? ¿Cuál será el perfil del principal festival de cine de Latinoamérica?
El contraplano de la esperanza
Sin embargo, algo extraordinario pasó este año en Mar del Plata, a pocos metros de las salas oficiales donde el público ovacionaba el logo del Incaa en cada función como forma de rechazo al vaciamiento oficial del instituto de cine y del festival. Ocurre que hubo una inédita forma de protesta organizada por los directores, críticos y programadores desplazados del encuentro, que armaron la muestra paralela Contracampo en la emblemática sala Enrique Carreras de la ciudad feliz, donde durante cinco días ofrecieron proyecciones de filmes argentinos y charlas debate con sus protagonistas a precios populares. No sólo se trató de una acción que mostró a la comunidad cinematográfica organizada en una acción positiva -se diría la construcción del festival que reclaman y necesitan-, sino que el contraste con el encuentro oficial fue notable: mientras en este reinaba la burocracia y la apatía, en Contracampo brillaba la pasión cinéfila, las ganas de compartir y pensar el cine con otros; mientras uno imponía la verticalidad del culto al “star sistem” como línea editorial, en el otro se creaba una comunidad horizontal y autogestiva en la que no había distancias entre directores, actores y público, quienes dialogaban mano a mano sobre sus películas o sobre las salidas que se pueden imaginar para el cine argentino. Todas las crónicas coinciden en que Contracampo fue lo mejor que le pasó al Festival de Mar del Plata en años, ya que el encuentro logró rescatar la mística cinéfila que supo caracterizarlo en sus mejores épocas y ofrecer un abanico bastante representativo de la variedad, calidad y vitalidad que ostenta el cine nacional hasta este año, donde la paralización de la producción nacional por parte de la gestión del economista Carlos Pirovano en el Incaa siembra serias dudas sobre las posibilidades de supervivencia de la producción argentina.
Ocurre que Contracampo no se concibió como un “contrafestival” sino como un espacio destinado justamente a resguardar la calidad, vitalidad e identidad que supo caracterizar al encuentro marplatense, que evidentemente está en camino de desaparecer. “Contracampo fue la expresión de un sentir colectivo: la mística que hace tiempo no se ve en el Festival de Mar del Plata desbordó cada día de Contracampo. Gente feliz participando y/u organizando un evento feliz que ratifica lo que el discurso oficial niega: la vitalidad del cine argentino de hoy, la vigencia del cine argentino de ayer. Hubo diálogo, además, otra instancia de la cultura civilizada que la actual gestión rechaza. Ojalá aparezcan muchos Contracampos, al menos hasta que ya no hagan falta”, sintetizó el historiador Fernando Martín Peña, quien se encargó de cerrar todas las noches del encuentro con la proyección de clásicos del cine nacional en 35 milímetros, otro hito del espacio que vinculó al cine del pasado con el presente. En efecto, el principal logro de Contracampo fue su capacidad para ofrecer una respuesta activa, constructiva y alegre al ataque sistemático del gobierno libertario hacia el cine argentino, cuyos protagonistas encontraron un espacio de contención y estímulo para sostener la tarea de cuidar al cine nacional. El respaldo del público fue contundente: la mayoría de las funciones de las 37 películas que proyectó el encuentro estuvieron repletas, así como también las charlas con directores y mesas debates que se realizaron por la mañana para pensar los dilemas del cine argentino del presente, cuyos títulos son elocuentes por sí mismos (“¿Un Incaa para quién?”; “¿Qué festival queremos?”; “¿Un cine sin pasado? La educación y la crisis del patrimonio audiovisual”, entre otros).
Un cine que piensa el presente
Una verdadera comunidad espontánea se armó alrededor de Contracampo, que durante cinco días vibró al ritmo del cine argentino, que a diferencia del encuentro oficial estuvo muy bien representado en la sala céntrica: en la muestra se vieron los mejores filmes nacionales del año, varios de ellos se estrenaron a nivel nacional (como “Algo viejo, algo nuevo, algo prestado”, el notable regreso de Hernán Rosselli que descolló en el Festival de Cannes) y sus directores dialogaron mano a mano con el público presente, tanto adentro como afuera de la sala. Uno de los logros del encuentro fue evidenciar la multiplicidad y calidad del cine argentino a partir de la inclusión de películas de todas partes del país, ya que hubo filmes de Catamarca (“Corazón embalsamado”, de Julieta Seco), Entre Ríos (“Sombra grande”, de Maximiliano Schonfeld), Corrientes (“Las formas de la invención”, de Maia navas), Mar del Plata (“¡Homofobia!”, de Goyo Anchou), Formosa (“Una temporada en la frontera”, de Ile Dell’Unti, “A la vuelta de la torre 37”, de Luis Molina), Jujuy (“Canon de riego”, de Luciana Herrera y Lucas González), Salta (“Senda india”, de Daniela Seggiaro), La Plata (“Monólogo colectivo”, de Jessica Sarah Rinland), Córdoba (“La amante de la luz”, de Lucía Torres, “Los incrédulos”, de Damián Coluccio y Máximo Ciambella, entre varios otros), Mendoza (“Simón de la montaña”, de Federico Luis), Buenos Aires y Capital Federal, por citar sólo algunos casos. Hubo estrenos importantes de directores consagrados o en vías de serlo, que eligieron a Contracampo para que sus películas se encuentren por primera vez con el público argentino: además de “Algo viejo, algo nuevo…”, podemos citar a “Cuando las nubes esconden la sombra”, de José Luis Torres Leiva, “El repartidor está en camino”, de Martín Rejtman, “Vida céntrica”, de Rodrigo Moreno y Bruno Dubner, “Solo qu3r3mos un poco de amor”, de Raúl Perrone, “Ulises plebeyo”, de César González, “Fire Supply”, de Lucía Seles, “Después la niebla”, de Martín Sappia, y “El niño oscuro”, de Martín Farina y Mercedes Arias. Pero lo más notable es que la selección de películas evidenció la capacidad del cine argentino para pensar el presente del mundo y de las imágenes, con películas que hicieron de los archivos familiares una fuente inagotable de inspiración para reflejar acontecimientos históricos (“El niño oscuro”) y procesos personales (“Corazón embalsamado”) o para servir de materia prima a la ficción más desatada. En este sentido, “Algo viejo, algo nuevo…” probablemente sea la película argentina del año, ya que Rosselli no sólo utiliza las filmaciones caseras de una familia bonaerense de clase media en los ´80 para construir un notable thriller en torno al manejo de las apuestas clandestinas, que se embebe de los clásicos norteamericanos como “El padrino”, “Caracortada” o “Érase una vez en América”, sino que explora diferentes formatos de la imagen para una crear una fantasía capaz de pensar la precariedad de la vida en el conurbano bonaerense en vínculo con la historia reciente de nuestro país.
Fueron varias las películas exploraron la maleabilidad de la imagen en una era donde el auge de la inteligencia artificial amenaza con modificar para siempre nuestro vínculo con ellas. La película del cordobés Pablo Weber “Ecos de Xinjiang”, su primer largometraje que también se estrenó en el encuentro, resulta elocuente al respecto. El joven director lleva al extremo la intervención de las imágenes mediante un procedimiento de transformación de los píxeles de sus archivos -extraídos de “todos los regímenes autoritarios del mundo”- en partículas para luego manipularlas y construir una nueva realidad visual con ellas, narrando a partir de estas imágenes distorsionadas una distopía clásica de ciencia ficción, de indudables ecos actuales, donde una inteligencia artificial se ha apoderado del mundo y manipula las memorias cerebrales de los seres humanos para someterlos y explotarlos. Un filme como “El repartidor está en camino”, de Martín Rejtman, muestra con elocuencia que el fin del Estado es una realidad hace años para miles de personas, al seguir el trabajo de los repartidores de plataformas internacionales en Buenos Aires y Caracas; mientras que “Después, la niebla”, primera ficción del cordobés Sappia, expone sutilmente las consecuencias del retiro del Estado en las comunidades del interior de nuestra provincia, a partir del regreso de su protagonista a la comunidad de su infancia en las sierras de Córdoba. Son apenas algunos ejemplos de muchos otros posibles, que buscan testimoniar la calidad y diversidad del cine argentino que se vio en Contracampo.
Plantada como una “acción política” en defensa del cine argentino, la muestra consiguió mostrar en cambio lo que está en riesgo de extinción en Argentina, que no sólo tiene que ver con la posibilidad de tener una producción federal, variada y vital que represente la multiplicidad cultural, étnica e ideológica que nos caracteriza como nación, sino también las mejores vías para que la comunidad participe de ella y adquiera conciencia de sí misma.