El servicio electoral peruano, tras el completo escrutinio de los sufragios, oficializó el triunfo de Pedro Castillo sobre Keiko Fujimori en el ballottage del 7 de junio. Pero Keiko insistirá. La presiona el establishment, que decidió apoyarla recién en la segunda vuelta; el magro 13% alcanzado, fue su peor primera ronda (es su tercera derrota en ballotage); también su tobillera electrónica, implacable acompañante. De resultar derrotada, la espera un destino de prisión preventiva, acusada por haber recibido aportes ilegales de Odebrecht en campañas anteriores. El fiscal solicitó una pena de 30 años.
Perú sigue convulsionado. En el lustro presidencial anterior, iniciado en un ballottage tan tenso como éste, la crisis se tragó lo poco que quedaba de confianza, con graves episodios de violencia urbana y probable mella en la economía del país. Cayeron el entonces elegido Pedro Kuczynski, su vice, Martín Vizcarra, y Manuel Merino, congresista ungido por el Poder Legislativo (luego reemplazado por Francisco Sagasti). La licuación de la representación política llevó a la postulación, en 2021, de 18 candidatos: desgastados como Fujimori, novatos como Castillo -reemplazo del referente de su partido, Vladimir Cerrón Rojas-, en coaliciones de escaso impacto.
Castillo, un sindicalista docente sin pasado gubernativo, cuyo discurso combina marxismo y profesión de fe evangelista, arañó el 18,1% de los votos, empatando con el voto bronca” (blancos y nulos). Pero el temible Congreso peruano elegido en esa ronda muestra representación de 10 partidos políticos; y el presunto oficialismo ya se ha fracturado entre los leales a Cerrón y los afines al mandatario electo.
(Quizás) un fin de ciclo
Perú ha mostrado en estos años, como pocas veces antes, su profunda diversidad: las múltiples tensiones de su urbe metropolitana principal, las urgentes expectativas de su variado interior profundo, el peso cierto de los connacionales que ponen el hombro fuera del país. Todos tienen algo que decir o exigir, y se clama por una dirigencia capaz de interpretar estos reclamos.
Y es imposible no relacionar esta bisagra -si lo fuera- con otros capítulos de la historia reciente. Tras el último gobierno militar (Morales Bermúdez, 1955-1980), reformada la Constitución en 1979, Perú inicia su ciclo democrático con los gobiernos de Belaúnde Terry (Acción Popular, centroderecha), recordado en Argentina por su posición en la Guerra de Malvinas; y Alan García (APRA, centroizquierda). En la elección de 1990, desgastados ambos partidos tradicionales”, 9 candidatos disputaron la presidencia. La derecha se fundió en el Frente Democrático, encabezado por el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. El oficialista APRA impulsa la candidatura del economista Luis Alva Castro. En tanto, un núcleo novedoso denominado Cambio 90”, liderado por el rector de la Universidad Nacional Agraria entre 1984 y 1989, muy vinculado a grupos evangelistas, pequeños y medianos empresarios, y nutrido por la propia estructura de la Universidad -incluido su sindicato de trabajadores- sorprende por su enfoque pragmático, en manos de un referente sin denuncias previas, vinculado a un servicio público confiable como el educativo. Era la irrupción en la política de Alberto Fujimori, un outsider” de 51 años que sintetizaba, en su historia personal, la impronta del Pacífico peruano, que, mirando al Asia, respetaba profundamente la tradición nipona.
Ese combo -partido debutante, mensaje renovado, extracción definida de sus cuadros, imagen impactante-, cuela a Fujimori en la segunda vuelta. Fracasan las opciones de izquierda, el cuestionado APRA queda en tercera posición y el apoyo inicial a la alianza centro derechista no es contundente. La segunda vuelta es el inicio del fujimorismo”, que deberá gobernar con un Congreso en contra, elegido en la primera ronda: 32 diputados propios sobre 180, y 14 senadores sobre 60.
Fujimori interpreta inicialmente el fastidio popular. Adscribe a las tendencias de reforma estructural neoliberal de entonces: eran los tiempos de Menem, Lacalle o Collor de Melo en la región.
Inicia un ajuste de la economía, signada por la hiperinflación. Cambiando de alianzas, logra el respaldo del Ejército y ataca al sistema. Consuma un autogolpe en 1992, impulsando posteriormente una convención constituyente que legitima” su proceder, reformando la ley fundamental peruana en 1993 y logrando su reelección. Violará la constitución para lograr otra elección consecutiva. La cadena de excesos no cesará; los años de gobierno fujimorista, además de conformar un sistema institucional jaqueado desde entonces por un congreso unicameral, fragmentario y conspirativo por sus vicios de origen, arrojaron nefastas consecuencias en política interna y exterior, por las cuales el propio ex mandatario debió pagar cuentas que hoy lo mantienen en prisión.
En 1990 fueron 9 candidatos para la primera vuelta; esta vez hubo 18. Antes enemigos, hoy los apellidos Fujimori (hija del caudillo, sin otro atributo) y Vargas Llosa (el longevo escritor participó activamente en la campaña) marchan juntos, en defensa de los intereses conservadores. La expectativa de cambio, de la mano (como en el 90) de referentes evangélicos y de sectores marginales de la clase media, otra vez proviene de la educación: ayer un rector, hoy un sindicalista regional. Signo de los tiempos.
Si se proclama a Castillo (de la misma edad de Fujimori cuando su victoria), surge cierto paralelismo entre aquel Perú de 1990 y el que el hombre de Chota deberá afrontar. ¿Por dónde empezar? ¿Con quienes? Para capitalizar las enseñanzas de la historia reciente, necesitará de todos. ¿Contará con apoyos? El pronóstico es de difícil elaboración.