Una vez por semana tenía que ir al taller. “Taller”: así le decíamos en la Escueta Técnica N° 15 al módulo donde aprendíamos sobre instalaciones eléctricas, torno, fresadora, etc. Esa asignatura se dictaba a la mañana -a contraturno del horario de cursado de las demás materias que eran a la tarde- en un edificio distinto. Para cualquiera que me conoce esto puede sonar algo desconcertante. Incluso lo es para mí: nunca fui muy hábil para las prácticas ingenieriles. Pero esa escuela de Villa Mercedes (San Luis) tenía buen nivel en toda su currícula, y mis viejos creyeron adecuado enviarme ahí. Así que, bastante a pesar mío, todos los martes a las 7 de la mañana partía en mi bicicleta rumbo al taller. Los días más felices en el marco de esa rutina resultaban de la suspensión de actividades por ausencia de algún profesor, o por cortes de luz repentinos en la zona de la institución. Cuando eso ocurría, en el camino de un alegre y prematuro regreso a casa aprovechaba que me quedaba de paso una panadería que hacía unas facturas con dulce de leche deliciosas, y me compraba dos para comer al llegar. En esos días de inesperada libertad, disfrutaba de aquel pequeño ritual como solo se disfruta aquello deseado a lo que rara vez se accede.
La panadería cerró cuando faltaban pocos meses para mi cumpleaños de 15. Había algo denso en el ambiente de esos últimos días de la primavera. Las cosas en casa tampoco andaban bien. Apenas pude celebrar conmigo mismo la sorpresiva precisión con la que logré manipular el torno para moldear -en exacto espejo al croquis que había prediseñado- una simulación de pieza mecánica en un jabón blanco.
20 años después de esas escenas, escribo estas líneas un domingo de diciembre, afortunadamente nublado y fresco. Esta mañana mi pareja me regañó amablemente por ponerme a ver entrevistas en profundidad a distintos ministros de Economía, que ejercieron ese cargo desde la recuperación democrática a esta parte. Los miro y escucho a todos con atención. Sin prejuicios. Guardándome para mí las discrepancias (algunas muy profundas), escuchando sus diagnósticos y propuestas. Una curiosidad potente me tiene pendiente de esos asuntos: ¿qué falló o funcionó de las salidas propuestas ante situaciones político-económicas tan delicadas como las que vivimos por estos días?
Hace algún tiempo cambié una creencia un tanto soberbia de mi temprana juventud militante: no son todos idiotas que hacían cualquier cosa. Que los hay, los hay, en particular en el gobierno de Mauricio Macri, que ni siquiera puede mostrar las credenciales cruelmente innovadoras del periodo Menem-Cavallo. Pero lo que tiendo a pensar ahora es menos holgazán y más inquietante: los problemas estructurales que tenemos en Argentina son de tal magnitud que se devoraron a muchos de los mejores cuadros políticos y técnicos de este país.
Nada de esto era parte de mis reflexiones adolescentes, más atentas a la escuela, el deporte y un primer beso muy lindo y breve dado en el pasillo de una vieja casona del centro. Sin embargo, algo raro percibía. El sopor no era solo un preanuncio del verano inminente: algo pasaba en Argentina. Algo pasaba en los ojos de mi viejo. En los tonos de su voz. En los silencios frente al tele. Algo estaba pasando. Lo comprendía sin entenderlo.
En las cenas en el patio de luz de ese fin de año, arropados por el aroma del jazmín esplendoroso que lo cubría (la mano única de mi madre para hacerlo resplandecer), se desintegraba hasta la más precaria sensación de resguardo. Pura vulnerabilidad. Tal cosa no se sabe con precisión racional, se advierte con el cuerpo. Luego comienza la inundación.
Algo se terminó de romper ese diciembre. El alambre con el que la Alianza ató la Convertibilidad estaba viejo y herrumbrado; se cortó al instante cuando la realidad económica le echó apenas algo de su peso encima. El frente externo, los dólares que faltan. Ese es el origen de todas las crisis económicas en la Argentina desde mediados del siglo XX. Lo demás son consecuencias.
Y la dirigencia y la teoría tan preocupados en los 90 por las formas de gobierno: que tiene que ser más horizontal que vertical, más dialógica que dirigista, más coordinadora que planificadora; pero se olvidaron del pequeñito detalle de las condiciones de vida de la población. La “gobernanza” como lógica de gobierno suena divino en los discursos, pero en la práctica administra consensos sobre condiciones materiales ya dadas. No las transforma. Y las condiciones materiales ya dadas en la Argentina de inicios del milenio eran de un deterioro rampante para las mayorías. Y la élite política, académica y económica en la suya. El desborde popular los ubicó en la palmera. La efeméride del 19 y 20 es una cuchilla que no pierde filo, una advertencia fija. 20 años del país en la profecía del salmón: distinto de aquel, pero casi igual.
El día que Fernando de la Rúa ganó las elecciones presidenciales, íbamos a comprar unas pizzas en el auto de los papás de Maxi Escudero. Un Fiat 128 naranja nos chocó y se dio a la fuga. Cuando se le pasó la bronca, el papá de Maxi dijo: al menos se puede arreglar. Y lo arregló. Estamos a tiempo.