En aquella Sudamérica de Posguerra, un vínculo fue particularmente difícil. De una parte, la Argentina peronista. En lo internacional, Perón se multiplicaba en el continente y enviaba mensajes al mundo por radio para fundar la “Tercera Posición”. Eva deslumbraba en una Europa que trataba de levantarse. De la otra, la República Oriental del Uruguay, conducida nuevamente por el batllismo tras una década en la que atravesó dos golpes de Estado. Pese a su abuela uruguaya y otras ligazones, el presidente argentino no había logrado entendimiento alguno con sus pares uruguayos. Montevideo temía al expansionismo y veía al General como una reencarnación local del fascismo italiano -al que Perón miró de cerca, como observador militar en Roma, entre 1939 y 1940-. Una excursión por los cables diplomáticos orientales nos muestra el rechazo de la dirigencia colorada a su ascenso, su permeabilidad a las sugerencias norteamericanas, particularmente en tiempos de Spruille Braden, que incluso envió a un operador a Montevideo para relevar datos volcados al “Libro Azul” con el que pretendió denostar a Perón. Un canciller, Eduardo Rodríguez Larreta, aplicado panamericanista, alumbró entonces la “doctrina del paralelismo entre la democracia y la paz”, proponiendo la posibilidad de la intervención colectiva en países con regímenes de facto -diseñado a medida de la Argentina de 1945-.
El Perón que tendía líneas -no sin dificultades- con Chile, Paraguay, Bolivia o el mismo Brasil, y que tensaba con EE. UU. más en la retórica que en los hechos, era intransigente con su vecino oriental, cuyas autoridades ni siquiera participaron de su asunción presidencial, el 4 de junio de 1946. Se restringe el turismo y la circulación de mercaderías. No se vende trigo y Uruguay deberá mendigarlo a los EE. UU. Se traban Salto Grande -cuya construcción fue acordada poco tiempo antes- y la demarcación de límites internacionales fluviales. La prensa oriental denuncia un acuerdo entre Perón y el caudillo blanco Herrera para una anexión similar a la “Anschluss” austríaco-alemana de 1938. En 1946, el presidente electo -Berreta Gandolfo, colorado- denunció en Washington las fábricas de armamento bélico de Córdoba como prueba de una militarización de la zona. El fantasma de la “costa seca” que Zeballos había planteado a principios de siglo recorre el Río de la Plata.
Hacia 1947, sin embargo, hay un esfuerzo bilateral por mejorar. Perón dirá que nació de las autoridades uruguayas -probablemente urgidas-. Fallecido Berreta Gandolfo, asume el vicepresidente, Luis Batlle Berres, sobrino del legendario “Pepe” Batlle y Ordóñez, casado con una argentina -Matilde Ibáñez Tálice, cuya familia se emparenta con Cornelio Saavedra-. Dirigente de experiencia política y periodística, atacó públicamente al Perón candidato y a su esposa. Pero discretas negociaciones -probablemente los amigos blancos de Perón, en tiempos de “coincidencia patriótica” con Batlle- logran que Eva Perón, haga una última escala en Montevideo, tras la gira europea. Se aloja en la residencia presidencial y participa de importantes reuniones. En tanto, se prepara un encuentro entre los presidentes.
La reunión. Consecuencias
Cierto acercamiento entre Argentina y Brasil alertó a Batlle, que en febrero obtuvo seguridades del presidente Dutra de que no habría alianzas entre las dos potencias sudamericanas. Los entrenados diplomáticos brasileños tratan de disuadir al oriental en torno a planes argentinos expansionistas. En paralelo, se impulsa un tratado bilateral de comercio, estancado desde principios de la década. Hay resistencia en los productores uruguayos -que investigadores mal achacan al presidente-; los archivos de Batlle Berres contienen no menos de seis o siete borradores y sus notas instando a un cierre interno. Se insiste en que Argentina propone la reunión -probablemente una iniciativa coordinada por el canciller Bramuglia- pero Uruguay también la necesitaba: no sólo por el turismo, sino por la exportación de áridos desde Colonia -importante para la Argentina por entonces desarrollando mucha obra pública- y las necesidades de cereal y cabezas de ganado.
Se toma un punto del Plata -para Uruguay era un éxito si esas distancias luego se traducían a límites fluviales- y se encuentran en un soleado 27 de febrero de 1948. Las fotos del acontecimiento -en el Archivo General de la Nación uruguayo hay decenas- muestran la tensión en los protagonistas. Ambos presidentes viajaron con sus esposas y hombres de confianza. En el caso de Batlle Berres, varios ministros y su hijo Jorge -luego presidente de la Nación-, casado con una argentina: Noemí Lamuragila, cuyo padre Raúl había firmado un famoso cheque con el que la Unión Industrial Argentina aportó a la campaña de la Unión Democrática, en 1946 -activo conspirador en 1955-. Por Argentina, sobresalen el empresario Alberto Dodero, Bramuglia y el presidente del IAPI -estructura de comercio exterior- Miguel Miranda, exiliado en Montevideo tras caer en desgracia tiempo después-. Se trataron diversos temas y se firmó una declaración conjunta. Algunos funcionarios trabajan durante 1948 sobre aquellos compromisos.
La prensa habló bien del encuentro, en las dos orillas del Plata. No es caso de los protagonistas. Matilde Ibáñez recordará que, con Eva, eran el agua y el aceite. Batlle Berres dirá que se sintió incómodo con el estilo del presidente argentino, que aparentemente apuró la firma de instrumentos no considerados previamente. Perón se sentirá defraudado al autorizar un pedido de Batlle -el envío de un lote de cabezas de ganado, para consumo interno- y luego enterarse de que las vacas fueron faenadas y exportadas -lo corrobora años después Pepe Mujica en una entrevista-. Eva sonrió mucho y comentó poco: su desconfianza hacia Montevideo no cejó tras la reunión.
En tanto, exilados antiperonistas siguieron cruzando al Uruguay. Perón prefirió mantener su buen vínculo con la oposición blanca. Hay intentos de recomponer relaciones en 1949 -el canciller uruguayo se entrevista con el argentino y con el propio Perón-. Pero la dinámica regional -posiciones frente a la guerra civil paraguaya, los golpes militares en diversos países, el alineamiento en la OEA, etcétera- seguían partiendo aguas entre argentinos y uruguayos, una misma familia con dos soberanías, como alguna vez ilustró Roque Sáenz Peña.
La escalada de tensión aumenta. Argentina llamó a su embajador varias veces. Perón fustiga al Uruguay en sus columnas del diario “Democracia”, firmando como Descartes. La R.O.U. (gobierno y prensa) tolera la actividad de golpistas argentinos, en 1951 y 1955. Entre ellos, los bombarderos de la Plaza de Mayo. Perón será derrocado. Nada cambió para el gobierno colorado, entonces colegiado. En 1958, pierde el poder. Argentina y Uruguay avanzan unos pasos, con Frondizi e Illia desde Buenos Aires. Recién en enero de 1973, el estadista consumado que era Perón en su retorno, anticipa a fuentes seguras, su voluntad de cerrar todas las heridas con el Uruguay. Habla en serio: en noviembre, se firma el Tratado del Río de la Plata. Dirá a un negociador uruguayo: “no importan sus artículos, sino el espíritu fraterno que lo impulsa”. En pocos años, sobreviene n el estatuto del Río Uruguay, el puente Colón-Paysandú, Salto Grande, el puente Colón-Fray Bentos y hasta el ingreso de la R.O.U. en el Mercosur. Aquel paseo por el río de 1948, finalmente, había tenido sentido.