La semana pasada estuve en Roma, y por una sumatoria de circunstancias personales, académicas y de los asuntos internacionales a los que me he dedicado, estuve conversando con el papa Francisco. He escrito sobre él en diversas oportunidades (incluso antes de su acceso a la silla de San Pedro), y me consta que algunos de esos ensayos llegaron a sus manos. En contra de ese aura de censura y rigidez con quienes lo critican, que alguna bibliografía nacional ha generado en torno a la figura de Jorge Mario Bergoglio, mis artículos, inclusive los críticos, parece que siempre fueron bienvenidos. Y aún fui alentado a seguir escribiéndolos, todo debe decirse.
La imagen de ese carácter duro y cerrado de Bergoglio estimo que viene de sus tiempos de superior de los jesuitas en la Argentina: llegó muy temprano a ese alto cargo dentro de la orden religiosa, y en un momento en que ésta –en todo el mundo y, claro, también en la Argentina- se debatía en unas encarnizadas discusiones internas sobre qué “espíritu” debía animar a los jesuitas frente a la “revolución del tercer mundo” (como tituló un libro clave de aquellos años un jesuita también clave en la iglesia de América latina: el francés Pierre Bigó). Esa interna abierta en la Compañía de Jesús terminó por crear dos grupos de curas que concebían su misión de maneras muy diferentes: unos en el mundo, especialmente con los más pobres y desprotegidos (inclusive con apostolados en las villas-miseria); y otros más conservadores, que privilegiaban una mirada centrada en la vida espiritual al interior de la iglesia y, si acaso, en los establecimientos educativos –colegios y universidades- a su cargo. Aquel joven provincial tuvo que plantarse en el medio de ese abismo e intentar cerrarlo. Luego vino la dictadura, algunos de sus sacerdotes terminaron en las mazmorras oscuras del terrorismo de Estado, y Jorge Bergoglio también tuvo que intervenir; una historia que ha dado ya varios libros pero que está lejos de haberse cerrado.
Yo tengo la sensación de que en Argentina hay una negación con el tema Bergoglio. O varias negaciones. La más notoria –y al mismo tiempo más errada- es la que sigue insistiendo en evaluar su conducta pastoral y los mensajes en los que vierte su pensamiento, manteniendo las coordenadas espacio temporales de un cura del conurbano, un provincial jesuítico, o un obispo de Buenos Aires con birrete de cardenal. Entonces, al no moverlo de esos roles, se siguen considerando a su populismo y a la histórica adscripción peronista como las dos variables que orientarían su accionar. Así, se escribe, como si el ayer fuera hoy, sobre las tirantes relaciones del entonces arzobispo con Néstor y Cristina Kirchner. Y aún, como si el hoy fuera ayer, esas mismas claves se aplican a las antipáticas relaciones con Mauricio Macri, con su gobierno, y con la decisión de no viajar a la Argentina. Esta primera y principal negación es la que impide comprender el rol de Jorge Bergoglio en su papel de Sumo Pontífice, papa, jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano, obispo de Roma y, por todo ello, cabeza de la iglesia católica.
Tengo para mí que ese equívoco debe superarse si se quiere entender, desde el análisis politológico, la cuña internacional que suponen un pontífice radicalmente novedoso y un pontificado complejo y rupturista. Y si no se entiende esa cuña, ese quiebre, esa alteración sustantiva en los equilibrios simbólicos que supone el freno que el humanismo está planteando ante el avance de un nuevo proyecto de mundo, alineado a la derecha y con un plan restrictivo y neoconservador, entonces no se entenderá casi nada.
La semana pasada, en todo caso, encontré al papa Francisco entero y firme, convencido de lo imprescindible de los golpes de timón que ha dado a una barca oxidada, resistente y dura. Convencido y convincente, porque a pesar de su ancianidad, de sus achaques, de que ha engordado bastante y la espalda se le arquea hacia adelante; a pesar de que sabe de que a su tiempo no le resta mucho; a pesar de los pesares, el papa logra transmitir la sensación de que su pensamiento y su estrategia global habrán hecho huella cuando él se haya ido.
Desde el centro de una Roma donde la presencia policial y del Ejército es cada día más notoria, con puestos fijos de militares en uniformes de combate y armados hasta los dientes en las esquinas y junto a cada monumento histórico (que, en Roma, es como decir “en cada cuadra”), el papa sabe que las estrategias secutaristas tienen techos bajos y límites concretos, y que al tema hay que tomarlo por otras vías y apuntando a plazos más largos. Por eso en la audiencia de la semana pasada remarcó tanto las características y las intenciones de su último viaje: Marruecos, en el África más pobre, en la costa desde donde salen los migrantes (las “personas migrantes”, corrige y enfatiza el papa) hacia la Europa que se cierra y los expulsa, en una tierra donde el islam es profesado por más del 99 por ciento de la población. Esta es la vía, dice el papa, el diálogo va por aquí, aumentar la presencia de fuerzas de seguridad no nos hará más seguros…
Quien quiera oír, que oiga. La seguimos el próximo viernes.