Durante los noventa, cuando uno buscaba sus fotos en una casa de revelado, te obsequiaban una plancha de stickers con globos de diálogo, de pensamiento o efectos de sonido. Estos adhesivos servían para darle una impronta humorística a las fotos. Si una chica salía posando, uno elegía una pegatina que dijese “soy una diosa”. Si un hombre salía entrecerrando los ojos, podía ir la frase “me fui de copas”. Y así. La comicidad se apropiaba del recuerdo, o en todo caso la evocación se acoplaba al efecto cómico. La instantánea se reacomodaba al recurso estético del sticker, moda que hizo de los álbumes fotográficos de los noventa un evocar chistoso y ligero.
Luego llegó la fotografía digital. La conexión entre imagen y memoria mutó a la serialidad de la imagen en presente. Las fotos saturan el ahora y sus funciones evocativas son accidentales, en caso de que alguna imagen más o menos antigua aparezca entre los miles de bytes de un celular o de un ordenador.
Entre sus incesantes y sigilosas actualizaciones, WhatsApp habilitó el sticker, una imagen con fondo transparente que se intercala en la comunicación de texto o de audio. El éxito del recurso asombra aunque estaba garantizado. En absoluto es algo original y mantiene la lógica del meme: imagen descontextualizada vuelta a poner en contexto bajo cierta complicidad. Como la poesía, que anhela generar un sentido alterno mediante combinaciones originales de palabras.
La astucia de WhatsApp fue poner al sticker a disposición del usuario con un máximo de sencillez. Las plataformas de streaming como Netflix o Spotify le ganan a la piratería cibernética no porque las películas o la música sea inconseguibles, sino porque la aplicación ofrece la comodidad de lo inmediato. La interfaz de WhatsApp otorga el acceso al sticker con la misma velocidad que un emoji. Era inevitable su furor, porque a diferencia de las historias de WhatsApp, esa anterior innovación clonada de Instagram, aquí el sticker se transforma en un complemento del sistema de mensajería. No es una función paralela que intenta ampliar las potencialidades de la app, es parte de su función elemental.
Otra astucia fue imponerle al usuario el armado de sus propios stickers, incentivándolo a decorar su estilo comunicacional. Personalizar un sticker eleva la idea del meme a niveles finos: ya no se recontextualiza en base a complicidades sociales, sino en base a dinámicas interpersonales. Cuando alguien recorta la silueta de un amigo y le agrega una frase, está trabajando el meme a escala microsocial.
Pero lo innovador del sticker no yace en esta lógica recontextualizante, que en definitiva también se podría hacer con fotos al estilo clásico de un meme. Lo innovador del sticker en WhatsApp es justamente estar en WhatsApp como parte del flujo comunicacional. Insertar una imagen como guiño cerrado es irresistible, un stickers agiliza la comunicación bajo el golpe cómico. Mientras más inesperado, mejor, por eso un buen stickers pierde sentido fuera de su dinámica grupal.
Aquí emerge un factor crítico: al igual que el meme, el sticker es un código estrictamente humorístico. Reclama un doble sentido, alguna resignificación amistosa. ¿Acaso alguien armaría un sticker con la imagen del niño refugiado ahogado en una playa? Un sticker sin buena onda es un contrasentido. Lo mismo sucede con los gifs o emojis de otras redes sociales: son un sistema pictográfico infantilizado. Tiranía humorística que hasta para representar la tristeza se vale de una estética naïf. Incapaces de resistirnos a este sistema de representación, vamos siendo realfabetizados con guiños a la cultura pop, a la picardía kitsch, a la eyaculación cartoon. Un código cada vez más estándar, culturalmente estrecho, empobreciendo el espectro emocional de la comunicación.
La esquizofrenia es inminente: nuestra mensajería electrónica satura la buena onda e inhabilita instrumentos para reflejar el desasosiego o la desesperación. Las clausuras de los chats, por lo general con estos pictogramas infantiles, dejan en el otro una huella de algarabía que lo pone en falta. ¿Cómo resultaría extraño que en Internet explote la emoción inversa del chiste: la indignación? La risa es el espasmo de un sentido que decodificamos exitosamente. La indignación es la impotencia para dar cuenta que un sentido nos suscita negatividad. Entre el humor y la indignación el cibernauta establece un patrón de conducta bipolar, ausente de matiz.
El meme, como en la poesía, busca en su combinatoria un tercer sentido, pero también es justo señalar la diferencia: en el meme no hay tercer sentido ajeno al humor. Reír o reír. El sticker se suma a estas herramientas de parálisis emocional. Cuando alguien lo usa en WhatsApp, sea artesanal o prefabricado, impone con su vibración graciosa el rumbo afectivo del chat.
Mientras en los noventa el sticker de los álbumes fotográficos reformulaba un recuerdo cómico, en el siglo 21 la comicidad hace del recuerdo un bucle eufórico y amnésico. Una sonrisa forzada tratando de recordar cómo se comunicaba el sufrimiento hasta que ya no haya sufrimiento por comunicar.