La idea de un “nuevo contrato social”, o, como algunos prefieren, de un “nuevo pacto social”, ronda en la cabeza y connota el discurso y las prácticas de la dirigencia opositora a la actual Administración nacional. Se trata de una iniciativa que interpela a la sociedad, especialmente por el peso de los que se ubican a los costados de la “grieta”. ¿Por qué habría que ponerse de acuerdo? Y, en tal caso, ¿sobre qué cuestiones y con quiénes ponerse de acuerdo?, ¿bajo qué modalidades algo así tendría aplicación? Son interrogantes no poco frecuentes, porque si hay algo que un “pacto social” tiende a afectar es al balance de poderes existente.
En un contexto mucho más crítico, el “pacto social” contribuyó a crear, a nivel global, el denominado Estado de Bienestar. Europa había vivido aquella atrocidad de significación inabarcable que constituyó la primera Guerra Mundial, a lo que sobrevendría la Gran Crisis de 1929-1930, epifenómeno que desacreditó al liberalismo entonces reinante, a la vez que abrió las puertas a la intervención del Estado en la regulación de la economía. La heterodoxia encontraba así una oportunidad de desarrollo como teoría, y como política económica, y supo aprovecharla.
En lo que se denominaron Acuerdos de Paz, el Estado de Bienestar respondía a una pluralidad de sentimientos, aspiraciones e intereses. Quizás el más general tenía que ver con el sentimiento de solidaridad que surge frente a una guerra y una crisis que penetraron toda conciencia íntima y colectiva. Esta base de entendimiento fue compartida por sindicatos y partidos, protagonistas de las luchas en respuesta a la injusticia y desprotección social y laboral, que vieron en el Estado de Bienestar la posibilidad de lograr sus viejas reivindicaciones. El empresariado, por su parte, encontró en tales acuerdos la posibilidad de un horizonte estable para un crecimiento duradero y rentable.
A nivel de sistema político, estas predisposiciones habilitan un nuevo escenario, orientado al acuerdo entre las representaciones sectoriales ejercidas por las grandes confederaciones empresarias y sindicales, representaciones éstas mediadas por el Estado. Ello aseguraba un espacio de tratamiento del conflicto obrero-empresario, a la vez que un horizonte de paz social basado en una ciudadanía de baja intensidad.
El fordismo como modalidad de producción y las políticas intervencionistas de corte keynesiano, propias del estado de bienestar, aseguran un desarrollo económico socialmente amplio. El Estado genera paralelamente un abanico de políticas sociales básicas -educación, salud, recreación- que aseguran la reproducción ampliada del trabajador y de su familia. Sin ánimo de proponer un paralelismo, cabe preguntarse si la última dictadura militar y la actual crisis social, económica y política que, como la de los años 2001-2002, sume a amplias franjas sociales en la miseria existencial, no constituirán nuestra Guerra y nuestra Gran Crisis… Puede ser, pero lo que habría también que admitir es que entre ambas hecatombes ocurrió una transformación que, fruto de tales experiencias, ha ido sedimentando en las subjetividades y en las prácticas de nuestra sociedad, particularmente de aquellos más perjudicados.
Quizás tales acontecimientos permitan suponer el surgimiento de un sentimiento compartido de sometimiento, de desgracia, de sentirse en un último peldaño debajo del cual poco existe. Tal sentimiento habría derivado en una base espontánea de solidaridad, como eje articulador de una subjetividad colectiva. Es ello lo que posibilitaría un entretejido elaborado tanto hacia afuera como hacia el interior de la actual oposición justicialista: un abanico potente de fuerzas (agrupaciones políticas, fuerzas sindicales, movimientos sociales, federaciones empresarias, etcétera) que, desde la diversidad de sus intereses y demandas, parecieran encontrar una base político-programática que permite poner en acto, hacer del sometimiento un espacio de solidaridad, una construcción política positiva.
Así, como en el contundente resultado de las recientes Paso, el frente opositor se auto instituye como el instrumento para intentar un Acuerdo de Paz, un genuino “pacto social” que trascienda a su propia formación política, que extienda hacia un más amplio conjunto social un programa de gobierno capaz de reparar los graves daños políticos, sociales y económicos de las políticas excluyentes.
El Estado de Bienestar, cuya expresión nacional representan los primeros gobiernos del período 1945-1955, resulta de un espacio de acuerdo entre trabajadores, empresarios y Estado, que supone la institucionalización de sindicatos y asociaciones empresarias que, liderada por el Estado, hace de la política el espacio que desplaza al mercado como ordenador social. Es ello lo que pareciera estar en juego en la propuesta del frente opositor. Si la dominante normatividad del mercado llevó a cuatro años de deterioro ético, político y económico, lo que busca ahora imponerse es el protagonismo de la política en todas sus manifestaciones, valoradas como espacios de intercambio y debate alrededor de los lineamientos y programas, de lo que se entiende debe constituir una sociedad democrática y el gobierno político de la sociedad.
El “pacto social” representa la idea según la cual el gobierno no puede ser otra cosa que el resultado de una (nueva) correlación de fuerzas políticas, que el desenlace del proceso electoral contribuirá a configurar. Su consolidación, no obstante, deberá enfrentar los fuertes desafíos de una muy compleja realidad nacional, como las tendencias hacia la dominación de sociedades de menor desarrollo que, con contrapartes nacionales, prevalecen a nivel global.