Recuerdo, en los años universitarios, la admiración y el asombro que nos producía el nombre y la flaca figura de don Pére Casaldáliga. Catalán (había nacido en el pueblito de Balsareny, que debe pronunciarse con una ñ” al final) durante los gélidos años del franquismo, y decidió salir de esa foto permanentemente en grises para trasladarse a su antítesis: al calor tropical y a los verdes polifacéticos de la Amazonia brasileña.
Aunque su movimiento (un poco de huida, un poco de exilio, un poco de viaje misional) no estaba motivado por colores, sino por la decisión vital de dedicarse, a partir de ese momento, a los más pobres y desclasados de este rincón del mundo: los indios. Eran los años 60 y el mundo vivía esos movimientos tectónicos de la Revolución cubana, del rock de Woodstock y del Mayo Francés; pero el delgadísimo Pére, que había ingresado al sacerdocio con los claretianos, topó en Brasil con una reacción que iba a contramano del mundo: el golpe militar y la dictadura que se instaló en 1964 y que rigió Brasil durante dos décadas. Pére se sacó la sotana claretiana, se calzó unos pantalones bombachos, como cualquier indio, unas ojotas de palma, y se hizo una casita de chabola en Sao Félix de Araguaia, en pleno Mato Grosso.
Y ya nunca más se movió de allí, a pesar de todos los intentos de quitarlo del medio de militares, terratenientes, fascistas, del Vaticano y de los papas. Un par de años después de haber llegado a la selva lo hacían obispo, y con sus calzones sueltos y su gran sombrero de palma estuvo fielmente al frente de las comunidades indígenas matogrossenses hasta el sábado pasado, 8 de agosto, en que el cuerpo le dijo basta y se murió. Tenía 92 jóvenes años. Tal como lo veíamos en aquellos años universitarios, Pére Casaldáliga fue -y estoy convencido de que lo seguirá siendo por mucho tiempo más- una imagen de la iglesia deseable, que podía mostrarse al mundo entero desde este extremo excéntrico del globo que es América: una pastoral que llega a cuestionar las mismas formulaciones teológicas de su tiempo, y que se ancla decididamente en la vida de las comunidades.
Por ambos elementos el claretiano catalán devenido en brasileño amazónico fue tildado de obispo rojo”, aunque los indios y los pobres prefirieron el calificativo de obispo del pueblo”: otra vez aquí, como tantas veces, se repiten esas visiones diametralmente distantes que los simplistas llaman grieta”. Se enfrentó a los terratenientes, que no dudaron de atentar contra su vida en varias oportunidades (se salvó de la bomba, en 1976, que sí mató a su secretario, el padre Joao Bosco Burnier) y se enfrentó a la iglesia: lo intentaron expulsar en cinco oportunidades, especialmente durante el papado de Juan Pablo II. Se quedó en Araguaia, sin embargo, y colaboró con los obispos que lo sucedieron cuando fue obligado a dejar el mando de la diócesis. Como castigo, Roma se negó a darle la birreta de cardenal, que la merecía antes que tantos otros sotanudos. Pére Casaldáliga siguió inspirando las asociaciones que había ayudado a crear: el Consejo Indigenista Misionero; y la Comisión Pastoral de la Tierra. Hoy son ellas el último frente de resistencia ante la embestida de Bolsonaro, y el regalo que el obispo rojo” les lega a los más pobres de esas tierras.