No pongas tus sucias manos sobre Mozart

El jinete insomne | Por Patricia Coppola

No pongas tus sucias manos sobre Mozart

En el año 1980, el escritor español Manuel Vicent publica un artículo con el título que tomo prestado para esta nota; el mismo que utilizó Ernesto Garzón Valdés, el filósofo del derecho cordobés, para reconstruir el concepto de tolerancia.

La historia que cuenta Vicent se refiere a un progresista y acomodado padre de familia, antifranquista, amante de la libertad y temeroso de que sus amigos puedan considerarlo un reaccionario.

Sus hijos crecieron con padres comprensivos, que no utilizaban argumentos de autoridad y que jamás hubieran osado levantarles la mano. Este buen padre de izquierda toleraba que se vistieran como zaparrastrosos, que fumaran porro, que sus dormitorios parecieran pocilgas, y que sus amigos sean unos maleducados que pasaban por su casa sin saludar. Todo en nombre del respeto a los ritos de la generación de sus hijos, y en considerar una agresión imponer su voluntad.

Un día en que se encontraba leyendo mientras Led Zepellin hacía vibrar el piso, su hija salió de la leonera” con sus dedos amarillentos de nicotina, cruzó la sala y se dirigió a la biblioteca con la pretensión de llevarle a sus compinches la Sinfonía Número 40, de Wolfang Amadeus Mozart. En ese instante se le saltó algún dispositivo, y nuestro ejemplar padre tolerante, fino y progresista, le cruzó una bofetada al grito de ¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!”

Este relato de Vicent sirve para mostrar tres elementos relevantes de la idea de tolerancia: en primer lugar, el objeto de la tolerancia es aquello que por alguna razón rechazamos; en segundo lugar, lo toleramos en nombre de una mejor razón; y, por último, reconoce límites.

Conviene diferenciar la tolerancia que se juega en el ámbito privado, como la del padre de la historia de Vicent, de la tolerancia en el ámbito público, por parte del Estado.

Existen actualmente una serie de debates donde la noción de tolerancia, tanto pública como privada, juega un papel fundamental, tales como los derechos de los pueblos originarios; de las personas encarceladas; la libertad de identidad de género; la penalización del consumo de drogas y del aborto; la pornografía; la prostitución, y muchos otros.

Tanto una persona como un Estado tolerantes son considerados virtuosos, pero esta afirmación produce ciertas perplejidades.

Por ejemplo, un Estado tolerante reconoce el derecho a la identidad de género. Ahora, una vez reconocido este derecho por la legislación, a nivel público, ¿le queda algún rol que jugar al Estado al respecto? Y, a nivel privado, ¿tiene sentido afirmar que es virtuosa” aquella persona que proclama tolerar a homosexuales o travestis?

Si advertimos, por ejemplo, que el Estado colabora con la estigmatización de ciertos sectores de la sociedad, condenándolos a la marginalidad al no promover políticas eficientes de empleo, ¿en qué sentido decimos que vivimos en un Estado liberal y tolerante? Un Estado genuinamente tolerante, debe, de hecho, promover políticas de inclusión social.

Con relación a la tolerancia como virtud privada, el rol que juega queda relegado a cuestiones que no tienen que ver con los derechos legalmente reconocidos. Así, podríamos decir sensatamente que consideramos virtuoso a un padre liberal que tolera ciertas costumbres que lo irritan de sus hijos, en función de priorizar algún valor familiar; o que consideramos virtuoso a aquel amigo que tolera ciertos rasgos de nuestra personalidad que le desagradan, porque prioriza el valor de la amistad.

Lo que pretendo mostrar es que, por un lado, históricamente, la tolerancia ha jugado y juega un rol determinante en el reconocimiento de los derechos y, por el otro, que una vez reconocidos, el Estado tiene la obligación de mostrase tolerante de hecho. Luego de la intolerancia que caracterizó la década del 70 en nuestro país, la década del 80 mostró, como contrapartida, una fuerte reivindicación de valores democráticos y, con ellos, el ideal de la tolerancia adquirió un nuevo protagonismo.

Y en los ciudadanos, ser tolerante tiene perfecto sentido como virtud con relación a cuestiones privadas; pero, si se trata de derechos reconocidos, lejos de constituir una virtud en aquellos que dicen tolerar los derechos de la gente, denota una vulgar personalidad prejuiciosa: los derechos no se toleran, se respetan.

El último aspecto es el relativo a los límites que reconoce la tolerancia: el rechazo de todo daño y del daño específico que causa la intolerancia, constituye su límite. Las dictaduras son repudiables –intolerables- porque practican formas sistemáticas del daño; y las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en las sociedades democráticas son tan intolerables como las primeras, porque convierten en falso y degradante el ideal público que proclaman.

Causantes de daño y de dolor: ¡no pongan sus sucias manos sobre Mozart!

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