El poder de desinformar

Por Patricia Coppola

El poder de desinformar

Últimamente todo el mundo opina como expertos en temas y asuntos que en general no se saben o no se entienden. Ciertos medios de comunicación tienen en esto una enorme responsabilidad, que no es ingenua, sino que denota complicidad con el poder. Una ciudadanía desinformada (o, lo que es peor, mal informada) es fácilmente manipulable.

La administración de Justicia y la tan mentada reforma judicial” son objeto permanente de opiniones radicales, y nunca falta el son todos iguales”, para ponerle el broche de oro a las discusiones donde están en juego los asuntos públicos.

Deberíamos exigirle a la clase política y a los periodistas que nos informen claramente: ello es parte del trabajo de los primeros y la razón de ser de los segundos.

Propongo un ensayo: respuestas simples a preguntas elementales.

– ¿Funciona mal la Justicia?

– Por supuesto. Su falta de eficiencia, independencia y credibilidad es tan vieja como el mundo.

– ¿Hay que reformarla?

– Si la primera respuesta es verdadera, la segunda es de cajón: hay que reformar la justica.

– ¿Qué hay que reformar?

– Esta respuesta es más compleja. A partir de la recuperación de la democracia, en los años 80, nuestros países latinoamericanos ingresaron en un periodo de reformas consistentes en derogar los autoritarios códigos antiguos, tributarios del paradigma inquisitivo. En este modelo, básicamente, se confunden los roles del juez y del investigador. El juez procede de oficio a la búsqueda, recolección y valoración de la prueba, y se llega al juicio luego de un procedimiento escrito y secreto, con limitado acceso de la defensa. Se intentó sancionar leyes procesales penales con la aspiración de plasmar en ellas el paradigma acusatorio, que responde a un modelo democrático de la administración de Justicia, concebido como una contienda entre iguales iniciada por la acusación. Se trata de una clarificación de los roles de los diferentes órganos que intervienen en el proceso penal, principalmente mediante la tajante diferenciación entre la investigación y acusación correspondientes al Ministerio Público Fiscal y, por otro lado, las funciones estrictamente jurisdiccionales propias de los jueces. O sea, uno investiga, el otro juzga y, por supuesto, alguien tiene que ejercer la defensa ya sea pública, que el Estado tiene que garantizar, o privada. El modelo acusatorio defiende los principios de oralidad (que las partes deliberen oralmente y no a través de laberintos de escritos plasmados en expedientes que van de oficina en oficina), inmediación (contacto directo del juez con las partes) y contradicción (alguien acusa, otro defiende, el juez decide imparcialmente). También la promoción de la intervención de la víctima, de manera que no sea el Estado el dueño del dolor producido por el delito, la revalorización del juicio oral como instancia central para la resolución de los conflictos y la procuración de la participación ciudadana en la administración de la justicia, mediante el establecimiento del juicio por jurados.

Este movimiento se encuentra en curso. A nivel federal, a más de 20 años de marchas y contramarchas, aún persiste en la administración de Justicia penal el modelo inquisitivo, con la rémora de los jueces de instrucción, que se resisten a resignar poder, y una clase política que no atina o no quiere dar en el clavo.

– ¿La reforma garantiza la Justicia?

– Por supuesto que no. Pero un modelo acusatorio tiende a establecer procedimientos que garanticen imparcialidad (el juez no investiga); eficacia (se exigen fiscales eficientes y un Ministerio Público independiente); que las decisiones se realicen fundamentalmente en un juicio oral y público en garantía de la transparencia; inmediación y publicidad de esas decisiones; que participen los ciudadanos a través del juicio por jurados resignando el oscurantismo de los juzgados; y la participación de la víctima instala maneras de soluciones alternativas de los conflictos.

– ¿Acaso se cambia para que nada cambie? ¿Son todos iguales?

– A grandes voces se suelen anunciar cambios trascendentes cuando, en las prácticas reales, nada cambia o, lo que es peor, frente al desconocimiento y desconcierto general, se marcha hacia atrás. Y, por supuesto, no son todos iguales: hay operadores de la Justicia corruptos y serviles al poder de turno más allá de lo tolerable, y otros que trabajan mucho y bien.

– ¿Hay salida?

– Hay dos alternativas. La primera y más cómoda consiste en quedarnos con la descorazonadora descripción de la situación y sus consecuencias paralizantes. La segunda es mucho más difícil: si advertimos que la euforia reformista de los 80 y los 90 no fue en vano, sino que superó el panorama autoritario que regía en las décadas anteriores, pensemos que es posible retomar y fortalecer los objetivos de toda una generación que saliendo del horror de los tiempos de la dictadura se decidió a reformar la administración de justicia penal. Hay conocimientos técnicos, hay perspectiva crítica y militante, capacidad de trabajo. Existe todo lo necesario para reimpulsar el ambicioso e inacabado proyecto de la democratización de la justicia penal y del Estado de Derecho.

Profesora de la Facultad de Derecho de la UNC

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