El histórico conflicto entre israelíes y palestinos retorna con fuerza y pone en debate la política israelí en los territorios ocupados. Las alternativas frente al conflicto existen, pero son pocos quienes están dispuestos a apoyarlas y los pirómanos parecen estar ganando la batalla.
La situación en Israel empezó a descarrilarse hacia una tragedia anunciada: en Jerusalén Este (la zona árabe), más precisamente en el barrio de Sheikh Jarrah, los habitantes palestinos encontraron la excusa perfecta para protestar ante la discriminación que sufren a manos de Israel. Allí, cientos de palestinos elevaron su voz ante la orden de desalojo que recibieron varias familias árabes de parte del Poder Judicial de Jerusalén, el cual argumentó que se encontraban ocupando ilegalmente viviendas que antes de que se conformara el Estado de Israel en 1948 (y Jerusalén se dividiera entre control israelí al Oeste y jordano al Este) eran de propiedad judía.
Los ocupantes palestinos explicaron una y otra vez que la mayoría de ellos también eran refugiados que, a su vez, habían sido expulsados de poblados que habían quedado bajo dominio israelí con posterioridad al establecimiento del Estado hebreo, y que las autoridades jordanas los habían reacomodado en viviendas que antes eran de judíos. La pregunta que se hacían los damnificados ante la decisión judicial era clara y estaba dirigida hacia el corazón de una cuestión aún no saldada: ¿por qué familias judías pueden presentar reclamos por propiedades que debieron abandonar por la conflagración de 1948, pero ningún palestino puede hacer lo mismo con sus antiguas viviendas hoy ocupadas por israelíes después la guerra, a lo largo y ancho de todo Israel?
Las llamas actuales comenzaron a avivarse hacia un punto de no retorno cuando Haram Al Sharif (la explanada elevada donde se encuentran el Domo de la Roca y la Mezquita de Al Aqsa, y que los judíos también reverencian, pues allí se encontraba el Templo de Salomón), repleto por la festividad musulmana de Ramadán, protestó masivamente en solidaridad con el barrio de Sheikh Jarrah. Los disturbios incluyeron el lanzamiento de piedras y cánticos palestinos en favor de la independencia, y las fuerzas israelíes contestaron con una violenta represión. A partir de entonces, todo estuvo servido para la ganancia de los piromaníacos: la organización fundamentalista Hamas –que controla una Franja de Gaza bloqueada por Israel– aprovechó la oportunidad e hizo su entrada triunfal para posicionarse como protectora de los palestinos, y así avanzar su disputa interna contra la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Hamas sabe muy bien –de igual manera que lo comprenden los extremistas judíos– que cualquier disturbio acontecido en Haram al Sharif potencia su discurso nacional-religioso a expensas de la posición mayoritaria palestina de llegar a un acuerdo con los israelíes.
A esto se debe que los fundamentalistas de ambos lados anhelen la violencia en Jerusalén, pues los problemas pueden empezar en la mítica ciudad santa pero nunca terminan dentro de sus límites. La realidad es que Hamas le hizo un flaco favor a la causa palestina al entrar en un intercambio violento con Israel, que, al fin y al cabo, mueve el escenario de una lucha de resistencia civil a una disputa armada, que Israel dominará tarde o temprano.
Para hacer más complicada la cuestión, Israel se encuentra en un impasse: el primer ministro, Benjamín Netanyahu, no pudo formar una coalición de gobierno luego de las elecciones y hoy la oportunidad de hacerlo la tiene una heterogénea alianza que integran derechistas e izquierdistas, junto con islamistas árabes israelíes. La escalada violenta sin dudas beneficia al líder del Likud, pues será muy difícil para sus rivales, encabezados por el nacionalista religioso Naftali Bennett y el centrista secular Yair Lapid, conformar una coalición para la cual necesitan el apoyo de los partidos árabes israelíes (un eufemismo para denominar a los palestinos con ciudadanía de Israel). Y cualquier colaboración de los partidos palestinos dentro de Israel en el medio de un conflicto violento será vista como una traición a su pueblo.
En Jerusalén, la actual disputa en la ciudad encuentra su origen en el problema irresuelto de su estatus legal y a la fallida partición del territorio de Palestina en un Estado judío y otro árabe. Bajo el plan de partición de las ONU, de 1947, Jerusalén –como Belén– se convertiría en un corpus separatum”, es decir, bajo control internacional y sin manejo efectivo ni del Estado judío ni de los árabes. La tutela internacional nunca llegó a implementarse debido a la guerra entre israelíes contra palestinos y, a partir de la Declaración de Independencia israelí, en mayo de 1948, el naciente Estado judío contra cinco países árabes. Hoy, el estatus legal de Jerusalén no está resuelto y sigue en disputa. Asimismo, la comunidad internacional nunca reconoció la decisión israelí de coronar a Jerusalén Oeste como la capital de Israel en 1949, o la anexión de Jerusalén oriental (luego de la conquista israelí en la Guerra de los Seis Días de manos de Jordania) en 1967. La anexión puso a Jerusalén Este dentro de los límites de Israel, pero no les otorgó derechos plenos a sus ciudadanos árabes, quienes pueden votar para seleccionar al alcalde de la ciudad, pero no así para elegir a los diputados del Parlamento israelí o al primer ministro de Israel.
La organización humanitaria Human Rights Watch publicó un exhaustivo trabajo en el que afirma que Israel gobierna un régimen de «apartheid y persecución» sobre los palestinos, lo que fue definido como un crimen de lesa humanidad en la década de 1970. Durante años, siempre que Israel ha sido acusado de mantener un régimen de apartheid en los territorios ocupados palestinos ha contestado con el argumento de que se trata de una situación temporal” (producto de la guerra de 1967) y que el futuro de Cisjordania se determinará mediante negociaciones que se han estancado –según los argumentos israelíes– como resultado de la negativa de la parte palestina a participar. Es decir: la responsabilidad es de los palestinos y no del propio Estado israelí, el cual ha motorizado que hoy el 8% de su población civil –cerca de 700.000 personas– se haya asentado en territorio ocupado en un conflicto militar y construido allí más de 120 asentamientos (hay otros 100 en proceso de legalización) que controlan de una forma u otra entre 20% y 30% del territorio total de Cisjordania.
Antes de la publicación del informe, la cancillería israelí reaccionó defensivamente sosteniendo que se trataba de un panfleto de propaganda”. Por su parte, el ministro de Asuntos Estratégicos israelí, Michael Biton, sostuvo que no hay conexión entre el informe de HRW y las verdades legales, sociales y morales [sic] que prevalecen en todo Israel”. La decisión de HRW de utilizar el término apartheid” y de calificar de persecución” las políticas israelíes hacia los palestinos también se produce semanas después de que la Corte Penal Internacional (CPI) anunciara la apertura de una investigación sobre presuntos crímenes cometidos por Israel desde 2014 en los territorios ocupados. Una decisión que el (por ahora) primer ministro israelí, el investigado por corrupción Netanyahu, calificó burdamente como de antisemita”.
Si bien la caracterización de Israel como un Estado de apartheid deja de lado algunos aspectos únicos de la ocupación israelí, en muchas otras cuestiones las similitudes son sorprendentes: Israel controla todo el registro de la población en los territorios ocupados, todos los palestinos deben llevar tarjetas de identificación emitidas por Israel y su identidad está sujeta a verificación por parte del ejército israelí en todo momento. Existe un complicado sistema de permisos y regulación tanto del movimiento dentro de Cisjordania como de los desplazamientos fuera de la zona: hay más de 100 tipos de permisos para entrar en Israel desde Cisjordania, en lo que constituye el sistema más sofisticado de control de una población en todo el mundo. El grado de cooperación de un palestino con el ejército israelí es directamente proporcional a su capacidad para viajar libremente, y solo una pequeña parte de la población –un par de decenas de miles entre casi tres millones– tiene permisos para trabajar en Israel, al oeste de la Línea Verde, límite internacionalmente reconocido entre los israelíes y los palestinos.
Solo existen dos opciones en el conflicto israelí-palestino: la primera es dos Estados para dos pueblos, lo que implica una contienda palestina por la independencia nacional y la aceptación israelí de que ese Estado palestino se establezca en la totalidad de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este. La segunda alternativa es un Estado para todos, en el que la disputa palestina se concentre en una lucha para alcanzar derechos civiles y humanos plenos. Hay un tercer proyecto que incluye una federación israelí y palestina, pero nadie aún la ha puesto en agenda. La segunda y tercera opción parecen muy lejanas al día de hoy, simplemente porque no cuentan con un masivo apoyo en los respectivos pueblos.
Es sorprendente que no esté en el principal interés de Israel conformar un Estado palestino para que exista a su lado: esta es la única alternativa para que el Estado de Israel pueda seguir manteniendo su carácter judío, pero también ser un Estado democrático.
En 2007, el ex primer ministro Ehud Olmert dijo que si la solución de dos Estados para dos pueblos colapsara, Israel enfrentaría una lucha al estilo sudafricano por la igualdad de derechos de voto, y tan pronto como eso suceda, el Estado de Israel habrá terminado”. Tres años después, el militar más condecorado del Estado hebreo, el también ex primer ministro Ehud Barak, expresó el mismo parecer. Y en 2015 lo hizo, para sorpresa de más de uno, el propio ex jefe del Mossad, el fallecido Meir Dagan. Ya un par de años antes Yuval Diskin, el destacado jefe del sigiloso servicio secreto interno israelí, el Shin Bet, lo había puesto con estas palabras: Si no deseamos seguir gobernando a otro pueblo y convertirnos así en un Estado de apartheid condenado al ostracismo, no hay más alternativa que otorgar plenos derechos, incluido el derecho al voto, a los palestinos”.
Más que nunca los líderes israelíes actuales deberían recordar las palabras del aclamado escritor, poeta y crítico social afroestadounidense James Baldwin: No todo lo que se enfrenta se puede cambiar. Pero nada se puede cambiar hasta que se enfrente”.
Nueva Sociedad