Hay ocasiones en las que la realidad supera nuestra imaginación. En efecto, pocos imaginábamos alguna vez que tendríamos la oportunidad de ver a una jueza sentada en el piso de una penitenciaría junto a un condenado a prisión perpetua, al que ella había juzgado y sentenciado poco antes, compartiendo mates, ‘selfies’ y arrumacos.
El caso de la jueza penal chubutense Mariel Suárez, que alcanzó amplia repercusión en los medios de comunicación y redes sociales, avivó el debate sobre la conducta ética de los magistrados y la capacidad que tiene el Poder Judicial para evaluar, controlar y sancionar a sus propios miembros.
Recientemente, el doctor Armando Andruet, ex vocal del Tribunal Superior de Justicia y actual titular del Tribunal de Ética del Poder Judicial de Córdoba, evidenció su preocupación al sostener que el caso de la jueza Suárez en la cárcel de Trelew “no es un hecho aislado” sino que constituye la manifestación del “proceso de desintegración moral de la Justicia”, un proceso que es cada vez más evidente y palpable en las entrañas mismas del sistema judicial.
Por cierto, esto no significa que todos los jueces mantengan encuentros cercanos con las partes, sentados en el suelo y en actitud “poco investigativa”, como lo aclara Andruet. En rigor, existe un problema de estructuras morales y confusión de roles en muchos magistrados. Los jueces no pueden convertirse en psicólogos ni cumplir la función de un asistente social, puesto que su deber es interpretar y aplicar el derecho en los procesos judiciales que se ventilan ante sus estrados. Se deben encargar de declarar el derecho en juicio, no de brindar contención afectiva a los justiciables.
Lo que hizo la jueza en su visita al condenado Cristian Bustos, en el marco de un trabajo supuestamente pedagógico, no parece ser un desliz sino más bien un acto deliberado realizado con la intención de erigirse “en modelo del antimodelo judicial”, según la visión del prestigioso académico cordobés. Y las explicaciones que Suárez ensayó después fueron tan o más oscuras que el propio episodio acaecido en la prisión patagónica. Es como si hubiese tratado de minimizar los hechos, desconociendo la importancia de las imágenes y la carga de simbolismo que ellas conllevan.
Acaso lo más preocupante son las dificultades y limitaciones que exhibe el sistema judicial para sancionar éstas y otras conductas disvaliosas que afectan el correcto funcionamiento de la Justicia. Si hubiese un buen gobierno del Poder Judicial estos hechos deberían ser sancionados y los magistrados que los protagonizan sometidos a enjuiciamiento. Empero, como se sabe, esto no es lo que suele ocurrir en la práctica.
Se han conocido en los últimos meses muchas reuniones de jueces y fiscales con altos funcionarios de Gobierno, influyentes empresarios y otros personajes con poder, en circunstancias poco claras, sin que el Consejo de la Magistratura ni la Corte Suprema de Justicia hayan dicho o hecho absolutamente nada al respecto. Estos actos, antes aislados y excepcionales, ahora son cada vez más reiterados y algunos alcanzan trascendencia pública. De este modo se va desintegrando moralmente el Poder Judicial, hasta quedar reducido a retazos. Y con los retazos difícilmente se logre una Justicia más eficiente.
Ello demuestra que hay un abandono del control de estas prácticas judiciales y un cierto temor a involucrarse en esos asuntos porque se cree que hacen a la privacidad o intimidad de los jueces, aunque muchas veces esa misma privacidad (hoy expuesta en medios y redes sociales) contribuye a degradar aún más la reputación del Poder judicial. El recordado caso del controvertido juez federal Norberto Oyarbide es un claro ejemplo de esta degradación institucional.
Tal como lo advierte Andruet, no se trata de que los jueces vivan en una torre de cristal, alejados de la realidad. Todo lo contrario. Más tampoco se puede pasar del “republicanismo judicial al libertinaje judicial”. A veces a los funcionarios judiciales les cuesta asumir que tienen límites y que éstos son “inversamente proporcionales a las garantías” que la Constitución les concede. En definitiva, esas garantías están destinadas a tutelar la función judicial, en defensa de los derechos de los ciudadanos.
En este contexto, es necesario devolverle a la sociedad alguna cuota de credibilidad en el Poder Judicial. Los códigos de ética contribuyen a esto pero no resuelven todos los problemas. En Córdoba, hace 18 años que está en vigencia el código de ética judicial y, sin embargo, “seguimos teniendo muchos problemas”, como lo reconoce sin abundar en detalles el titular del Tribunal de Ética de la Justicia local.
A nivel federal el panorama no es más auspicioso. En el Consejo de la Magistratura la cuestión ética es meramente cosmética. La evaluación de los “estados psicológicos” y “comportamientos morales” de los magistrados debería ser realizada periódicamente, sin embargo, eso no se hace en nuestro país. Los jueces son nombrados y, como sus cargos son vitalicios, luego nunca más son evaluados. Por imperio de las normas constitucionales en vigor, sólo pueden ser removidos por mala conducta, pero este procedimiento se activa en supuestos de notoria gravedad. De este modo, sea cual fuere su desempeño, la inmensa mayoría de los jueces permanecen en funciones hasta que acceden a los beneficios de la jubilación.
Con relación a la situación de la jueza Suárez, cuyo análisis motiva esta columna, lo más probable es que todo termine con un apercibimiento o un simple llamado de atención, a fin de que cuide su comportamiento en adelante, y no mucho más. Por lo común, los que conducen el Poder Judicial prefieren no ingresar al campo de las sutilezas que se vinculan con la “construcción moral” de aquellos que se encargan de administrar justicia, aunque este último aspecto resulte esencial para el ejercicio adecuado de la función judicial.
La reconstrucción moral del Poder Judicial es la condición necesaria para que la sociedad vuelva a confiar en la Justicia, o mejor dicho, en quienes la administran en los casos concretos. Con el nivel de desconfianza actual es ilusorio pensar en un Poder Judicial que cumpla su función con una eficiencia razonable. La independencia judicial (que hoy también está en el tapete) no puede garantizar por sí el correcto funcionamiento de este poder del Estado.
Y si esta reconstrucción no se concreta a la brevedad, seguramente nuestra calidad de vida republicana se verá afectada cada vez más. Es tiempo ya de que los magistrados y funcionarios judiciales, en ejercicio de su elevada responsabilidad, comiencen a advertirlo y actúen en consecuencia.