El término (utilizado por Michel Foucault en 1974) se refiere a una forma de ejercer el poder no sobre los territorios, sino sobre la vida de los individuos y las poblaciones. Y es, sin dudarlo, la forma en que se han construido las sociedades y culturas modernas, no sólo desde los Estados, sino desde todas las formas organizativas empresarias, sociales y estatales. Los ejemplos son muchos y nos marcan un claro camino hacia la construcción o reconstrucción que estamos reclamando de nuestros dirigentes y líderes.
La Biopolítica es independiente de ideologías, cuestiones morales o partidos políticos, aunque en su pragmatismo puedan tenerse en cuenta algunos de sus valores. Por lo que su práctica no necesita de ellas, siempre que den resultados en la mejora de la calidad de vida y la distribución de la riqueza generada.
Así, las riquezas –de conocimiento, educativas, sociales, ambientales, económicas y financieras- generadas o destruidas por grupos sociales, de empresas o Estados, tienen en la Biopolítica una herramienta para lo que es positivo, distribuido y sostenible, que mal utilizada puede ser tremendamente negativa.
Algunas de ellas: La integración social que caracterizó la sociedad argentina en las décadas de los 40 hasta fines de los 60, que producía capilaridad y ascenso social, especialmente a partir de la existencia de ámbitos –por ejemplo la escuela o la universidad pública y gratuita- en donde las clases sociales se mezclaban con pocas diferencias y compartían espacios;
El explosivo crecimiento de China desde fines de los 70, y el liderazgo de Deng Xiaoping, que comenzó en la socialización de la educación y la ciencia;
La actual cultura individualista, consumista y lúdica que ha invisibilizado, reducido o eliminado las instancias de integración vertical –entre clases o niveles socioeconómicos, reduciendo todo a la competencia, la confrontación (en el mejor de los casos, sólo una solidaridad filantrópica o benefactora con “los pobres” que disminuye las culpas) ofrece lo que sobra y mejora las imágenes institucionales, pero sin integrarlos a nuestros intereses.
La Argentina de los 40 a fines de los 60 se caracterizaba por una gran escuela pública y pocas privadas, casi pleno empleo y sindicatos fuertes, empresas de la economía social y solidaria, especialmente en el interior donde el Estado no llegaba y a las grandes empresas privadas no les interesaba llegar. A partir de 1966, el gobierno militar inició un proceso que aunque con matices que procuraban debilitar el peronismo, comenzó a segmentar la educación primaria, secundaria y universitaria, la salud y la eliminación de esas entidades sociales y solidarias.
La última dictadura (1976-1983) no sólo persiguió, asesinó, desapareció y secuestró, sino que instaló un sistema financiero sin entidades solidarias locales, que se desnaturalizaron al fusionarse, convertirse en bancos comerciales, para luego desaparecer bajo la presión del poder financiero, mientras reinaba el “deme dos” en Miami de las clases más acomodadas.
El regreso a la democracia tras la guerra de Malvinas, no pudo producir una reversión en lo económico, mientras el costo del dinero en EEUU ascendía al 15% y encarecía la deuda pública contraída por la dictadura, que además estatizó la deuda privada, por lo que el gobierno colapsó.
Los gobiernos liberales de Menem y De la Rúa aceleraron la desaparición de instancias y ámbitos de integración, solidaridad social y acción colectiva, el individualismo y la financierización de las principales empresas.
En donde nada queda de aquella capilaridad social que fue reemplazada por una fragmentación social que sólo puede asegurar que los pobres serán cada vez más pobres, los ricos seguirán siendo ricos y muchos caerán en la pobreza.
En China la verdadera revolución, tras la muerte de Mao y especialmente la revolución cultural de la última parte de su gobierno que llevó a hambrunas y pobreza, comenzó con Deng Xiaoping desde su liderazgo en la educación y la ciencia, que logró desideologizar el Partido, lo sostuvo como “el gran planificador” liberando desde abajo las empresas y promoviendo la inversión internacional que la convirtieron en “la fábrica del mundo”.
Mientras tanto, desde aquel primer examen de ingreso universitario de 1979 con 5 millones de postulantes y 500.000 ingresantes, China evolucionó a 25 millones de ingresantes actuales, con un 45% de nuevos trabajadores con títulos universitarios.
Nuevamente allí, la integración educativa, el crecimiento científico y universitario de una población 80% rural, con tecnologías del siglo XIX y pobre hizo que las nuevas generaciones pusieran la educación en el centro de sus motivaciones, que la han convertido en potencia mundial.
En nuestro país, la actual cultura individualista y consumista está mutando hacia una cultura hedonista y lúdica a partir de las redes sociales, en donde la exposición va en aumento, los “realities” son los programas más vistos e inclusive los festejos mundialistas son una descarga emocional y una fuga virtual y momentánea de una realidad cada vez menos esperanzadora.
Volviendo a la Biopolítica como una forma de ejercer el poder sobre la vida, reconocer esa cultura lúdica es clave para ser eficaz, tanto para lo individualista y consumista, como para lo colectivo y sostenible.
Si las comunicaciones, mensajes y en especial las interacciones son blanco o negro, o la solución es individual nada cambiará, la ira o la bronca seguirán expandiéndose. Por el contrario, si las comunicaciones y mensajes con formato lúdico e interactivo son inclusivas entre clases sociales, asociativas, colaborativas y solidarias basadas en relaciones ganar-ganar, especialmente en el ámbito educativo, se podrá ir reconstruyendo aquella red y generando motivaciones positivas para la esperanza y la construcción colectiva, que es la mejor forma de evitar la ira y la bronca.