No hay dudas de la complacencia y participación de Estados Unidos en las dictaduras que en los años 70 y 80 desplegaron su poder represivo en América Latina. Por eso es bueno recordar, en el momento de su muerte, al ex presidente James Carter, “Jimmy”. Su gobierno, sobre todo los dos primeros años de su gestión, fue un oasis en ese desierto.
La situación política cambió en el norte, entre agosto de 1974 y marzo de 1975, cuando dos hechos inéditos sacudieron a la opinión pública norteamericana: la renuncia a la Presidencia de Richard Nixon y la derrota en Vietnam. La presión por una “renovación moral” que diera una vuelta de página se materializó en la elección de Carter como el 39avo presidente de Estados Unidos.
James Carter había nacido en Plains, Georgia, el 1 de octubre de 1924. Georgia es parte del “Bible Belt” (cinturón bíblico), una región con una vibrante y conflictiva religiosidad Bautista; cuna del jazz, el rock and roll y epicentro del racismo, todas dinámicas culturales influenciadas por lo religioso.
Carter fue un miembro del sector progresista de las iglesias cristianas de denominación Bautista, y uno comprometido hasta el final. No sólo su fundación (The Carter Center Foundation) ha promovido activamente los derechos humanos y la democracia en EE.UU. y en el mundo, sino que era frecuente ver al octogenario ex presidente dando clases de catecismo, los domingos, en la iglesia de su pueblo, el mismo Plains (población: 776 habitantes) donde vivió hasta su muerte en la casa que construyó con su mujer, Rosalynn, en 1961.
Carter se metió en política en 1962, ganó la gobernación de Georgia en 1970, y en 1974 lanzó su nominación presidencial. En noviembre de 1976 ganó las elecciones y, con Walter Mondale como vice, se instaló en la Casa Blanca en enero de 1977, hasta 1981, cuando fue derrotado por Ronald Reagan.
La lucha por los derechos humanos se transformaría en un punto destacado de la política internacional de la Administración Carter. Él sostenía que su gobierno sería “tan bueno como sus ciudadanos” y que, en función de las demandas de sus votantes (fundamentalmente las críticas a Nixon y Henry Kissinger), los Estados Unidos defenderían los derechos humanos. En consecuencia, ató sus relaciones con otros países a la forma en que los gobiernos de esos países tratasen a sus pueblos: ninguna nación podía sostener que el maltrato a sus ciudadanos fuese un asunto interno.
Si bien los destinatarios principales de sus críticas eran los gobiernos comunistas, en esa misma línea se inscribieron sus relaciones con América Latina, redibujando fronteras ideológicas y considerando “ciudadanos perseguidos” a quienes hasta hacía poco eran “enemigos internos”.
Cuando asumió la Presidencia, en enero de 1977, Carter recortó la ayuda militar a países que violaban los derechos humanos (Chile y Argentina) y animó a los gobiernos latinoamericanos a firmar la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos, a la que agregó la cláusula: “No hay circunstancias que justifiquen la tortura, la ejecución sumaria o la detención prolongada sin juicio”. Apoyado por Venezuela y Costa Rica, fortaleció el rol de la Comisión encargada de aplicar el tratado, asignándole un presupuesto.
Clave para Argentina fue el nombramiento de Patricia Derian como secretaria para los derechos humanos y asuntos humanitarios del Departamento de Estado. Desde allí llevó a cabo la institucionalización de la política de derechos humanos del presidente. Derian, además de visitar tres veces el país en 1977, presionó con sanciones económicas a Videla para que permitiese la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La CIDH visitó el país entre el 6 y el 20 de septiembre de 1979. Fue la primera vez que la guerra sucia se discutió públicamente, fuera de los circuitos de las organizaciones de derechos humanos. Para sectores de la sociedad civil, la visita significó pasar de la gestión privada de los reclamos a la protesta pública y la confrontación con el régimen por lo sucedido.
El informe final manifestaba preocupación por las detenciones sin el debido proceso y constató que el gobierno impedía el funcionamiento normal de las organizaciones de reclamos. La condena, avalada por Carter, dejó sin argumentos a la dictadura cívico-militar, que había justificado la represión en la defensa de la civilización occidental y cristiana, y ahora era criticada por Estados Unidos.
Los sectores más recalcitrantes del gobierno militar se endurecieron. Entre ellos, Luciano Benjamín Menéndez, quien, el 19 de septiembre de 1979, un día antes de la partida de la CIDH, se sublevó conta Videla por haber permitido esa visita. Los “halcones” consideraron a la visita una intromisión, al igual que la mayoría de la dirigencia argentina.
En noviembre de 1979, militantes de la revolución iraní coparon la embajada estadounidense en Teherán y tomaron de rehenes a 52 diplomáticos. Las preocupaciones internacionales de Carter cambiaron de foco, y la presión sobre la dictadura argentina se diluyó.
Esos años de la administración de Carter -y la gestión de Patricia Derian- fueron claves para las organizaciones de derechos humanos, que encontraron en el país del norte un socio inesperado.