La privacidad va dejando de existir, en parte porque somos incapaces de respetar la de los demás. Hoy predomina una idea: cualquiera tiene derecho a conocerlo todo. Aquel mundo antiguo en el que la vida común y la intimidad eran ámbitos distinguibles y separados, precipitó su desmoronamiento con la llegada de los reality shows, como Gran Hermano, cuando personas de a pie accedieron a encerrarse y dejarse filmar en toda circunstancia, para ganar premios e intentar convertirse en celebridades.
El golpe final lo dieron las redes sociales, donde cada individuo comparte en ciertas esferas o “comunidades” un amplio espectro de actividades: desde acontecimientos relevantes en la vida de cualquier persona, hasta los detalles triviales, como lo que almorzó o cenó.
Durante las últimas tres décadas, pocos cambios sociales han sido tan visibles como la desaparición de los límites de la intimidad. Las antiguas cabinas telefónicas, que resguardaban la privacidad de las conversaciones, dieron paso a un espectro sonoro saturado de voces ajenas. Ocurre en un café, en el transporte público, en una fila de un cajero o en la sala de espera de un sanatorio. Quienes, con la llegada del teléfono móvil, antes se apartaban y susurraban al comunicarse, empezaron a comportarse como si viviesen solos, amplificando sin pudor circunstancias de su vida personal en medio del “ruido blanco” cotidiano.
Las redes sociales ofrecen audiencia a quienes la demanden, sin más complicación que un clic. La tecnología nos va haciendo creer que sólo somos protagonistas de nuestra existencia cuando contamos con observadores de nuestras conductas que, incluso, tienen la posibilidad de calificarnos con “likes”, o dejarnos sus comentarios. En los últimos años -en lo que resultaba impensable hasta fines del siglo pasado-, hemos producido u observado miles de imágenes que revelan aspectos personales antes resguardados: el trabajo, la familia, las relaciones de amistad. Profundizando en cuantiosos ámbitos de opción individual: los tatuajes, las vacaciones, las comidas, los excesos, los momentos de tristeza o de alegría, incluso la enfermedad o la muerte. Lamentablemente, hemos tenido que observar reels donde médicos que asisten a personas en estado terminal muestran su propia tristeza y desazón.
En la ilusión de acercarnos, abrimos ventanas indiscretas. Lo que era confidencia se volvió espectáculo viral. Ya casi nada queda de aquel territorio silencioso donde uno podía guardarse a sí mismo. Este impulso por mostrarse, que roza lo patológico -el llamado “oversharing”-, ha generado una nueva forma de validación: muchas personas ya no sienten que realmente han vivido algo si no lo comparten públicamente.
Un paso más allá
Esta lamentable realidad ha sido superada por un nuevo modelo de exhibición: el de exponer a los hijos. Es común encontrar en redes, fotografías de nacimientos y videos que registran el mismo instante en que alguien llega al mundo. Con el paso del tiempo, esas mismas personas continúan siendo exhibidas en nuevas imágenes que documentan su crecimiento ante una multitud de desconocidos. El desprecio de la intimidad ha llegado a tal extremo que hay quienes, literalmente, nacen y crecen sin haberla tenido nunca.
Pero el planteo ya excede el preguntarnos, por defecto profesional, sobre aquellas cláusulas constitucionales que nos eximen de informar a quién votamos, a qué dios rezamos o con quién nos acostamos.
Leemos y consumimos contenido a diario que, mientras vulnera la intimidad de las personas de modo evidente, es apología de ese tipo de conductas. Padres e hijos famosos que trabajan duro por lograr su propio Truman Show; familias cuyas decisiones parentales, parecieran anteponer ciertos objetivos de trascendencia (mediáticos en primer término, puede haber otros) al propio bienestar personal de los menores involucrados. En muchas oportunidades, los padres maniobran de modo tal que no percibimos a esos niños como víctimas, cuya vida puede ser afectada gravemente por la exposición; sino como a personajitos simpáticos, hermosos e incluso heroicos de los hay que enorgullecerse gracias a las virtudes que su fama nos transmite.
Pero la apoteosis de la estupidez humana es una noticia que genera, literalmente, arcadas. Según informan medios de todo el mundo, en Bielorrusia, una pareja habría tatuado recientemente a su hijo de un año para ganar un departamento valuado en sesenta mil dólares, en un concurso organizado en la red Tik Tok por un influencer ruso-bielorruso llamado Mellstroy (que cuenta con 7,6 millones de seguidores).
La pregunta ya no es si vale la pena sacrificar la privacidad de los hijos a cambio de generar ingresos sino estar dispuesto a realizar una prenda sádica que no sería propuesta ni en el Juego del Calamar. Mostrando el brazo del bebé, que lleva el nombre del influencer, los padres se justificaron: “No sabíamos cómo sorprenderte, Mellstroy, así que decidimos hacerle un tatuaje a nuestro hijo de un año. Llevamos tres años pagando alquiler y no podemos permitirnos comprar un departamento. Estamos tapados de deudas. Nos encantaría ganar este concurso”.
Existe una investigación en curso para conocer si de verdad lo tatuaron y deslindar responsabilidades. Pero el video exponiendo a un bebé y sometiéndolo a un trato inhumano es real.
Nos preguntamos cómo evolucionará este desatino, cuáles serán las próximas estaciones de esta carrera que no parece detenerse. O qué ocurrirá cuando las redes sociales actuales empiecen a agotarse y sus usuarios migren en busca de otros estímulos. Cuál será el destino de millones de imágenes archivadas en servidores remotos, vestigios de una sociabilidad que, como ciertas zonas urbanas sometidas a la gentrificación, se vacíe de vida mientras se transforma en pasado, en riesgo, en ruina, en refugio de marginados, en opción fácil para algún especulador.
¿Arcadas? Si, y mucho más









