En los años posteriores a la Primera Guerra Mundial se difundieron libros sobre la decadencia de las naciones, los continentes o las civilizaciones, sobre todo tras el éxito de “La decadencia de Occidente”, de Spengler, aunque la bibliografía sobre ese tema se remonta siglos atrás. Ahí está, por ejemplo, la “Consideración sobre la grandeza y la decadencia de los romanos”, de Montesquieu. En general, se podría afirmar que la decadencia se transforma en un tema recurrente en las épocas en que se viven cambios trascendentales. La nuestra es una de ellas, lo que da especial interés a libros como “Entre águilas y dragones. El declive de Occidente”, de Emilio Lamo de Espinosa.
La obra de Lamo no es, sin embargo, una resignación ante la decadencia. Para empezar, hay un rechazo de ese concepto, que es sustituido por el de declive. Occidente vive horas bajas, pero no ha entrado en decadencia. Ha encarnado la modernidad y ha europeizado el mundo con la difusión de la economía de mercado, la democracia liberal y la ciencia. Los que se proclaman adversarios de Occidente, las potencias emergentes, no se pueden sustraer a esas influencias, aunque aspiren a una “desoccidentalización”. Tal y como afirma Lamo, Occidente marca una dirección evolutiva de alcance histórico-universal. Surge ahora con nitidez, como nos recuerda el autor, la “influencia civilizadora del capital” en expresión de Marx.
Respecto a la dimensión atlantista, las relaciones con Estados Unidos no han ido a mejor. No ha contribuido a ello una sucesión de desencuentros personales con los mandatarios estadounidenses, aunque quizás ha sido más determinante la política respecto a América Latina. Hubo un tiempo en que la transición española era un modelo para las naciones del otro lado del Atlántico e incluso hubo otro tiempo, tampoco tan lejano, de amplia proyección económica española en aquellos países. Todo eso ha quedado atrás. Es verdad que los tiempos han cambiado, pero la percepción de Washington, con independencia de sus presidentes, es que España lleva a cabo una política exterior en la que no siempre se pone el suficiente énfasis en la defensa de la democracia y del Estado de derecho. Podríamos añadir que, aunque los caudillismos sean una herencia hispana, la España democrática debería ser menos “comprensiva” hacia ellos. Hace Lamo una muy acertada observación: si España cuenta en América Latina es por lo que cuenta en la Unión Europea y a la inversa. Esto pone de evidencia que no somos el puente entre Europa y América Latina, si es que alguna vez llegamos a serlo realmente. Cabe hacer otra deducción: si no contamos para Estados Unidos, tampoco contaremos para América Latina. Por tanto, España no puede sustraerse a las dimensiones europea y atlantista. Es más: tiene que mejorar su papel en ambas.
El mundo emergente no puede ser definido como post occidental, pues el águila americana, aunque envejecida, tiene poderosas garras para rivalizar con los dragones asiáticos, sobre todo el chino, que le obsesiona hasta el extremo de sacrificar todo, desde Asia Central a Oriente Próximo y seguramente otras regiones, para su contención.
Pero lo que es indiscutible es que vivimos en un mundo post europeo. La historia de Europa ya no es una historia universal, sino que ha descendido a la categoría de historia regional. Es el tiempo de Europa después de Europa, en expresión del filósofo checo Jan Patocka. Son momentos en que Europa debe de conquistarse a sí misma, tal y como señala Lamo, o se verá conquistada por el nuevo mundo emergente. Está el peligro de que Europa se convierta en una mera península de Eurasia, que no contará demasiado en la rivalidad entre chinos y estadounidenses. La geografía, una vez más, resulta decisiva.
Hace unos años se contraponía en las relaciones internacionales un mundo kantiano frente a un mundo hobbesiano. Lamo nos recuerda esta realidad incómoda: Europa no debe limitarse a ser kantiana. Hay quien se conforma con esa “gran Suiza libre y feliz”, a la que se refirió Churchill en Zúrich en 1946. Cabe añadir que eso sería una Europa ensimismada, una Europa fortaleza, una Europa sin futuro. El futuro de la Unión Europea se juega fuera de nuestras naciones y de nuestro continente. La solución no es una UE confederal y de bajo coste. Europa no puede basarlo todo en el soft power. El problema es, sin duda, que falta esa voluntad política para que la política exterior y la de seguridad sean más que un capítulo de buenas intenciones y escasas realizaciones. Aquí sería aplicable lo que el autor decía de España y América Latina: Europa debe contar tanto para Estados Unidos como para China. No deben de percibirla como un actor secundario, alejado del nuevo escenario geopolítico. Esto no implica ninguna equidistancia, pues hay que revitalizar el vínculo trasatlántico, lo que no es incompatible con una mayor autonomía en seguridad y defensa.
Y una observación final, de mi propia cosecha: Europa no debe esperar un posible distanciamiento entre Rusia y China, por su disparidad de intereses en Asia Central. No habrá un Nixon europeo para peregrinar con éxito a Moscú. Europa debe de ser activa y estar muy presente en todos los escenarios decisivos del siglo XXI, y no confiar en las viejas y efímeras políticas de equilibrio.