La guerra ha regresado a Europa. Las invasiones de Ucrania por la Rusia de Vladímir Putin han empujado a los europeos a reconocer que la guerra no es cosa del siglo XX, ni que el siglo XXI va a permitir que sea un problema sólo de otros.
Ante el estímulo desatado por la opinión pública, los líderes del continente han reaccionado con la promesa de compensar su relativa debilidad militar. Alemania ha anunciado un fondo de 100.000 millones de euros dirigido a la adquisición de recursos de defensa y ha prometido cumplir con su compromiso de aumentar su gasto en defensa al 2% del producto interior bruto (PBI).
Desde el 21 de febrero, Bélgica, Estonia, Letonia, Lituania, los Países Bajos, Noruega, Polonia, Rumania, Suecia, España e Italia han declarado nuevos planes para incrementar el gasto en defensa, en no menos del 2% de sus respectivos PBI.
Tras décadas marcadas por una falta crónica de inversión, que ya el ataque de Rusia sobre Crimea en 2014 comenzó a revertir, los europeos parecen haber llegado a la conclusión de que poseer unos medios suficientemente fiables para garantizar la seguridad de sus propios ciudadanos es una precondición necesaria para proteger tanto a Europa como la relación transatlántica.
Sin embargo, y en un modo aparentemente contradictorio, el aumento repentino de los presupuestos de defensa puede que no refuerce la habilidad colectiva de los europeos para hacer frente a una hipotética agresión militar. Esto se debe a que los europeos, ni en el marco de la UE ni en el de la OTAN, no pueden ni deben contentarse con invertir más en sus propias fuerzas armadas, sino que también tienen que aprender a gastar mucho mejor conjuntamente.
De hecho, colectivamente, las capitales europeas continúan invirtiendo más en defensa que China o Rusia.
Pese a las cifras, sin embargo, Europa nunca ha estado cerca de reunir la fuerza de 60.000 tropas que se propusieron los Objetivos Generales de Helsinki de 1999, que ya de por sí es un número evidentemente desfavorable si se compara con los 150.000 soldados que Rusia ha sido capaz de movilizar rápidamente en las fronteras de Ucrania. Frente a esta amenaza existencial, Europa no puede permitirse prolongar la situación por más tiempo.
Ciertamente, las cifras, por sí mismas, no son suficientes como para crear un sentido de propósito común, la habilidad de cooperar en el campo de batalla, ni desde luego los medios necesarios para hacerlo. El fracaso continuo a la hora de abordar las múltiples deficiencias en capacidades, de sobra identificadas tanto por la OTAN como la UE, dan testimonio de ello.
El desarrollo de catalizadores estratégicos –por ejemplo, el repostaje en vuelo, el transporte aéreo estratégico o las capacidades de reconocimiento e inteligencia– ha sido un objetivo prioritario desde finales de la década de los 90, pero aún no se ha conseguido. El gasto disperso e incoherente que se haga hoy sólo servirá para agravar el problema de unos medios más fragmentados y unas fuerzas armadas menos interoperables.
El entorno fiscal y estratégico actual presenta una oportunidad histórica para que los europeos inviertan de una manera más coordinada y coherente.
La reciente adopción de la Brújula Estratégica por la UE da muestra de la voluntad actual para impulsar el viejo objetivo de “una definición progresiva de una política común de defensa”. Si bien, los europeos se encuentran ante dos desafíos clave de cara a equilibrar nuevas ambiciones con nuevos medios.
Mientras que los esfuerzos a nivel europeo han tendido a centrarse en capacidades a largo plazo, las últimas semanas han traído al primer plano necesidades más inmediatas. Así, los europeos necesitan conseguir un equilibrio entre inversiones a corto y largo plazo: tienen que prepararse para más confrontación militar durante los próximos meses, al tiempo que se preparan para las posibles guerras y necesidades de disuasión en las próximas dos décadas.
También deben de estar preparados para trabajar juntos, incluso cuando –como en el caso de Reino Unido y la UE– las relaciones institucionales no estén en sincronía.
Una coordinación escasa y el aumento del pensamiento a corto plazo podrían mermar los esfuerzos por fortalecer la autonomía estratégica europea y la Base Industrial y Tecnológica de Defensa de la UE.
Se deberá buscar un equilibrio similar entre la urgencia actual y la necesidad de construir la base industrial militar que el continente necesita para las próximas décadas. Por ello, incentivos europeos para cooperar a corto y largo plazo son ahora más necesarios que nunca.
En definitiva, si los europeos quieren suministrar los medios necesarios para proteger sus intereses y a su continente, no tienen otra alternativa: deberán invertir conjuntamente.