Si bien fue un fraile -Bartolomé de la Casas- el primero en denunciar estas barbaries de la civilización que llegaron con la Conquista, recién en estos años y por la voz de un papa argentino, han podido escucharse ecos de verdadero y sentido arrepentimiento.
Lejos de los príncipes de la iglesia, pastoral como cualquier obrero de Dios, el papa Francisco inicia su visita a Canadá en el viaje 37, de sus poco más de nueve años de pontificado. Esta vez en la forma de un viaje “penitencial”, diseñado como acto de contrición con la intención de iniciar el camino del perdón por parte de Inuits (los mal llamados esquimales), Métis y todo el resto de los integrantes de las Primeras Naciones (así denominan a sus pueblos originarios) por los abusos cometidos por la iglesia en alrededor de 140 internados que funcionaron en Canadá hasta finales del siglo XX.
No es la primera vez que el papa abraza la cuestión de las vejaciones que sufrieron los originarios en los distintos momentos de la catequización. Hombres de la iglesia no han sido ajenos a ciertas formas de vasallaje de indígenas, como la mita, la encomienda y el yanaconazgo. Y si bien fue un fraile, Bartolomé de la Casas, el primero en denunciar estas barbaries de la civilización que llegaron con la Conquista, recién en estos años, y por la voz de Francisco, han podido escucharse ecos de verdadero y sentido arrepentimiento.
Los viajes de Francisco
En enero de 2018, durante su visita a Chile y Perú, en ocasión del Encuentro con los Pueblos de la Amazonia, Francisco alentaba el reconocimiento de los pueblos originarios que, explicaba, “nos recuerda que no somos los poseedores absolutos de la creación”.
Antes, en 2015, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, luego de pasar una hora escuchando penares y reclamos de sectores excluidos, dijo: “Pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia iglesia, sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América”; y agregó “Este sistema ya no se aguanta… Necesitamos un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio redentor”.
Redimir. Contundente metáfora de lo que la Política -y sobre todo los políticos-, están mandados a hacer cada vez que el pueblo los elije para conducir sus destinos. Hay una misión de redención en equilibrar de las asimetrías. Y una tarea de liberación en llevar hasta lo más alto de las estructuras del poder mundial, la voz casi siempre en sordina de los reclamos populares.
Francisco no se ha privado de dar ejemplo de esto. Y si bien puede haber habido un mensaje pastoral en cada uno de sus viajes, este, sin lugar a dudas pude leerse en clave política.
Su derrotero por sitios tan alejados de Roma y de la iglesia como Egipto, en donde recreó, de alguna manera, el viaje de san Francisco ochocientos años antes buscando poner fin a una guerra; Emiratos Árabes, donde ofició una misa ante 100.000 creyentes, en la que predicó sobre la mansedumbre y la justicia; Myanmar y Bangladesh, a donde viajó intentando apaciguar la crisis humanitaria y la persecución étnica de la minoría musulmana de los Rohingya, es claro.
Su presencia en estos y otros países muy particulares, como Mozambique, Madagascar, Mauricio y, fundamentalmente, Tailandia (una visita en la que la impronta política del papa se evidenció cuando, antes de su encuentro con el Patriarca Supremos de los Budistas, realizó un fuerte llamado a la sociedad que no protege a niños y mujeres de la explotación, las violencias sexuales y la esclavitud), dan cuenta de la potencia de esta figura que más que un líder para los católicos de todo el mundo ha adquirido el perfil de guía para la humanidad.
Él no se contradice. Su peregrinaje y su pensamiento son sólidos a la hora de revisarlos como señales: “Hay que ir a la periferia si se quiere ver el mundo tal cual es”, ha dicho. Y lo sostiene en cada elección de vida. Ya sea visitando Japón para dar su mensaje de paz llamando a los gobiernos del mundo a abandonar la carrera armamentista nuclear, o, como en su primer viaje al interior de Italia, cuando estuvo en Lampedusa, orando por los inmigrantes que se ahogaron tratando de llegar a Europa.
No hay error. Palestina, Corea del Sur, Albania, Turquía, Sri Lanka, Filipinas, Bosnia, Herzegovina. Ecuador, Paraguay, Kenia, Cuba, Gracia, Polonia, Estados Unidos, y hasta la mismísima sede del Parlamento Europeo (en donde invitó a la “anciana Europa” a promover políticas que creen empleo, pero no sin antes restaurar la dignidad del trabajo), todos esos países, todos esos pueblos saben que bajo el sermón apostólico de Francisco subyace la mirada política y sabia de un hombre que no abrazó la representación de Dios en la tierra para gozar de los oropeles de palacio.
Y quien no haya visto aún, sería bueno que piense que en julio de 2013 (cinco mes después de asumir su papado) inició este peregrinaje en Río de Janeiro, Brasil, asistiendo a la Jornada Mundial de la Juventud, que congregó a más de tres millones de personas. Allí, en esa reunión multitudinaria organizada el objetivo de revitalizar el catolicismo en el continente, se permitió la humorada de decir que el país tenía “mucha cachaça y nada de oración”.
¿Embajador episcopal o peregrino político? Acaso por algún atavismo de su formación jesuítica, Francisco parece resistirse a los moldes, incluso al de príncipe de la iglesia, y ejerce su papado con santidad, pero también con vocación política.