Toda época tiene claros y oscuros. En la actualidad, asistimos a una reivindicación vigorosa de derechos, garantías y libertades; a un acceso al confort y al consumo en escalas nunca vistas; a la demolición de arraigados tabúes y dogmas, en un ambiente que se presume tolerante y plural.
Pero de esos polvos, estos lodos. El reverso de la trama descripta está dado por la ilimitada generación de necesidades artificiales, la degradación de los vínculos sociales por la presión individualista, y la exaltación de la trivialidad en todos los ámbitos: económicos, políticos, sociales, éticos. Así, la humanidad parece procurarse una visión del mundo -sus valores, su estética, sus testimonios- desde una perspectiva mucho menos permeable a profundas renovaciones científicas o artísticas, o a la evolución de paradigmas políticos, religiosos o filosóficos, como solía ocurrir.
Todo parece acelerarse y simplificarse. Entramos en una paradoja en la que nuestras percepciones son procesadas, organizadas, sistematizadas, conducidas por herramientas precisas que multiplican el caudal de información y la velocidad de sus trayectos. Los temas que no entran en el loop se rechazan o expulsan. Resumimos y sesgamos conocimiento, adoptamos el minimalismo, nos entregamos a la “exteligencia” aportada por buscadores y plataformas de IA. Cualquier discurso puede reseñarse, porque cualquiera puede hablar de cualquier cosa. Algunos sostienen que este proceso provoca una infantilización de nuestra sociedad.
Cualquier intento de aplicar un método para obtener o desarrollar, a la usanza cartesiana, un conocimiento, será considerado como una intelectualización sofisticada y restrictiva. El clima de época incuba un profundo sentimiento “anti-élite”. Quienes viven de pensar, o quienes se esfuerzan por hacerlo, son vistos como favorecidos que, protegidos por un entorno especial, teorizan sin impacto en la realidad.
El cuestionamiento a los intelectuales y académicos, ejercido en un contexto de libertad legal y legítima, tiene que ver con el colapso de la convicción racional como ordenadora de la sociedad. Hoy, cada quien se da a sí mismo sus valores. En ese andar que empuja hacia lo ramplón o vulgar, el filósofo vasco Javier Gomá Lanzón advierte un “precio que hay que pagar por ser libres e iguales. A lo largo de la historia, todas las épocas han tenido un ideal: el ideal griego, romano, medieval, renacentista, barroco, ilustrado, romántico, moderno, posmoderno. La democracia liberal no tiene ideal y tenemos que asumir que le es inherente una vulgaridad triunfante”. Ahora bien, el filólogo advierte que la vulgaridad es transitoria, debe considerársela un punto de partida, y el desafío es aprovechar la libertad para enriquecerla y transformarla en ejemplaridad.
Muchos sacan provecho, empero, de esa tabla casi rasa y obturan su desarrollo. A nadie sorprenden, entonces, la chatura, la difamación, la mentira, la crítica infundada, los insultos proferidos por personalidades públicas y asimilados diariamente. En términos del canadiense Marshall McLuhan, el lenguaje vulgar identificaría al medio y al mensaje. Oficiaría de táctica y también de estrategia. Ya no importa proponer ni formar opinión: lo que se espera es tomar posición rápidamente y golpear. La agresividad del lenguaje mediático en general, y político en particular, es una reacción frente a las expresiones políticamente correctas y costumbres burguesas que han generado hartazgo. Así, un discurso malhablado y pendenciero se percibe como genuino frente a otro acartonado y pedante.
En campañas o debates políticos se rehúyen las ideas y se trabaja sobre acciones o personas. Se golpea con gestos, formas o palabras. Se inundan las redes sociales de groserías y engaños. ¿Dónde están los y las grandes estadistas? No es tiempo de perfilar personalidades que impongan distancias. Se procuran semblanzas de personas (en apariencia) comunes, cercanas a la audiencia, cuyos apodos suenen como íconos, en lo posible bisilábicos.
Desde los referentes hacia la audiencia, emanarán cientos de palabrotas hacia adversarios o enemigos (potenciales o reales), siempre difamatorias, agraviantes, corrosivas (es interesante el listado de epítetos trumpistas recopilado por Wikipedia). No se trata de un fenómeno exclusivo de este tiempo: ocurría hace cien años o un poco menos.
Esa incontinencia verbal, esa compulsión por llamar la atención desde el agravio, es un insumo recuperado para singularizar una época que proyecta todo como un juego con reglas simples: un puñado de terrones de azúcar para los buenos, una montaña de pellizcos para los malos. Las ideas erráticas de Donald Trump sobre los aranceles y sus cientos de posteos en X son una buena muestra.
La carencia de móviles para zarpar del puerto de la vulgaridad y arribar al de la ejemplaridad (siguiendo a Gomá Lanzón) alimenta el desconocimiento y aleja la chance de una inmersión en conceptos.
Al famoso libro Cómo mueren las democracias de los estadounidenses Steven Levitsky y Daniel Ziblatt-sobre la declinación de los sistemas políticos, sus dirigentes y sus partidos, a partir de las actitudes de gobernantes legítimos- hay que sumarle la influencia de importantes operadores económicos, sociales y políticos, que introducen discursos con aptitud para corroer la legalidad y la legitimidad de las instituciones constitucionales y de sus representantes.
El humanista francés Michel de Montaigne refería hace cinco siglos en sus Ensayos que el oficio de los retóricos consistía “en abultar las cosas, haciendo ver grandes las que son pequeñas”.
El empobrecimiento del lenguaje público, la banalización del debate y la agresividad convertida en virtud no son fenómenos casuales ni inocentes. Forman parte de un nuevo orden simbólico que privilegia lo inmediato, lo emocional y lo superficial.
Urge recuperar una ética de la palabra: no como nostalgia elitista de una retórica perdida, sino como condición indispensable para la vida democrática.
La llaneza que en términos de Gomá Lanzón es hija de la libertad y la igualdad (deberíamos dejar de llamarla“vulgaridad”), punto de partida para la transformación social, no debe retraerse frente al disenso, ni esconderse ante la injuria: razonable es que pueda vencerlas, a fuerza de incorporar argumentos.
Si esta noticia te interesó, podés registrarte a nuestro newsletter gratuito y recibir en tu correo los temas que más te importan. Es fácil y rápido, hacelo aquí: Registrarme.