La contundencia popular por la memoria, la verdad y la justicia

Por Eduardo Ingaramo

La contundencia popular por la memoria, la verdad y la justicia

Las marchas de este domingo 24 de marzo insistieron, entre las tantas consignas, con una afirmación que ya es de dominio público: “Fueron 30.000”. Seguramente no lo fueron esa cifra así, redonda; quizás sean más o menos, según cómo se defina a los desaparecidos. Pero, como bien lo explica Martín Kohan, es una cifra simbólica, establecida cuando, en 1978, no había forma de conocer cuántos eran. Los organismos de derechos humanos sostienen y sostendrán esa cifra mientras los genocidas no den a conocer el destino de quienes ya no están, sean civiles adultos, o niños, que, con seguridad, siguen viviendo bajo otras identidades.

Algunos eran guerrilleros, que hubiera merecido un juicio justo. Pero la dictadura cívico-militar les negó ese derecho, tanto a ellos como a la sociedad, que merecía conocer la verdad, aun cuando ejercían la “suma del poder público” al haber disuelto el Poder Legislativo, y controlado casi totalmente el Poder Judicial (salvo los jueces que, ante la ausencia de respuesta oficial a los habeas corpus que concedían a sus familiares, decidieron renunciar).

Es que el “plan sistemático de exterminio”, probado judicialmente en cientos de fallos, nunca fueron excesos, ni partes de una guerra no declarada en búsqueda del poder institucional del Estado, que las mismas instituciones militares, con apoyo de civiles, se encargaron de asumir violentamente para atribuírsela a ellos mismos.

Definir “desaparecido” (“No están”, dijo Videla) puede incluir mucho más que la desaparición física o legal, definitiva o temporal; son mucho más que los 8.000 probados, que no son más porque el Estado –y en especial los responsables de aquel gobierno- no abre, macabra y cínicamente, sus archivos, mientras los autores de las teorías de los “excesos”, de “los dos demonios” y “no son 30.000” simulan amnesia sobre el hecho de que la represión estatal, fue ilegal, y fue clandestina, y no corresponde a las víctimas probar el número exacto.

Los familiares y amigos también desaparecieron, social y políticamente, porque debieron emigrar; y los que quedamos en el país, atemorizados, muchas veces decidimos no participar de la vida pública, o callar aquello que objetábamos en privado, por el miedo que nos costó asumir.

Las consecuencias son visibles en la historia reciente: gran parte de una generación desapareció de la vida pública; algunos buscamos dar pequeñas batallas por la dignidad de nuestro pueblo desde los escasos y pequeños lugares en los que podía ejercerse la democracia. Otros buscaron olvidar, o refugiarse en el anonimato, sometiéndose a los dictados de la economía que impuso la dictadura. En estos días, ya sin grupos armados, aquella realidad económica intenta repetirse sin tapujos, aprovechando las urgencias, desconcierto y culpas de una parte de la sociedad que no encuentra su destino y resiste a pesar de sus padecimientos. Hoy, a diferencia de antaño, el plan económico de concentración de la riqueza, aumento de la pobreza y pérdida de soberanía precede al intento de indultar, reducir penas, flexibilizar su cumplimiento y facilitar su participación en conflictos internos de las instituciones militares.

Sin embargo, también existen similitudes, especialmente en la creciente intervención de instituciones extranjeras (la DEA, la CIA, el Comando Sur o el Departamento de Estado de EEUU) a las que se abren las puertas, como si hubieran tenido éxito en su país en la lucha contra el narcotráfico y no hubiesen intervenido en los golpes de Estado en nuestro país, lo que han admitido públicamente.

En lo específicamente referido al narcotráfico, EEUU no sólo no ha hecho nada para investigar los enormes movimientos de fondos que produce, tal como lo reporta el Consorcio de Periodistas de Investigación (ICIJ por sus siglas en inglés), sino que mantiene, como otros países centrales, guaridas fiscales o de baja tributación que impiden su combate y canalizan los fondos a sus arcas oscuras. En nuestro país ocurre lo mismo: perseguir pequeñas o grandes bandas sin desarticular los enormes flujos de fondos que movilizan facilita el control narco de los sectores populares abandonados por el Estado y de la política, que accede a su financiamiento a cambio de impunidad. Como diría Alconada Mon: “la raíz de todos los males”.

Como agravante, la utopía de dolarizar destruiría totalmente la soberanía del país, sometería al Estado a los dictados de la Reserva Federal de EEUU, sin los beneficios del déficit o la expansión cuantitativa. Hacerlo, además sometería a todos los argentinos a los dictados de las sanciones unilaterales de EEUU y el control de nuestros fondos dolarizados por los juzgados de ese país, que han extendido su jurisdicción discrecionalmente a instituciones, empresas y personas de otros países que utilizan dólares en sus transacciones, a las que considera un peligro para su seguridad. En ese camino a la dolarización, el FMI y los administradores de fondos de inversión parecen no estar de acuerdo, aunque su motivación no es por el fin en sí mismo, sino por su viabilidad, mientras el país paga sus deudas con ellos, que es su objetivo prioritario. Sólo la total apropiación de los abundantes y variados recursos naturales –gas, petróleo, litio, cobre, agua dulce, recursos ictícolas, comodities agrícolas- que dispone el país podría hacerlos cambiar de idea, en la medida que controlarían los flujos de dinero.

Negar la realidad simbólica de los 30.000, y televisar y centrar la agenda en la guerra narco son, entonces, discusiones que nos entretienen y evitan la cuestión de los temas centrales, que siempre son económicos.

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