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50 años del golpe de estado en Chile

La historia no se repite

Por Carlos Huneeus, desde Santiago

Opinión Por Opinión
13 de abril de 2023
CH29. SANTIAGO (CHILE), 11/09/2017.- Detalle de una pequeña bandera chilena junto a velas encendidas en Londres 38, antiguo centro de tortura durante la dictadura de Augusto Pinochet, hoy, miércoles 11 de septiembre de 2017, en Santiago de Chile (Chile). Los chilenos recuerdan el 44 aniversario del golpe de Estado que protagonizó el general Augusto Pinochet para derrocar al presidente Salvador Allende e iniciar una dictadura que duró 17 años. EFE/Mario Ruiz

CH29. SANTIAGO (CHILE), 11/09/2017.- Detalle de una pequeña bandera chilena junto a velas encendidas en Londres 38, antiguo centro de tortura durante la dictadura de Augusto Pinochet, hoy, miércoles 11 de septiembre de 2017, en Santiago de Chile (Chile). Los chilenos recuerdan el 44 aniversario del golpe de Estado que protagonizó el general Augusto Pinochet para derrocar al presidente Salvador Allende e iniciar una dictadura que duró 17 años. EFE/Mario Ruiz

Con ocasión del 15º aniversario de la carrera de Ciencia Política de la Universidad Católica de Temuco, su Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública realizó un conversatorio, teniendo presente sus organizadores el quiebre institucional de 1973. El afiche del evento fue: “Que 50 años no es nada. El gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular”. Fui invitado a participar junto con el historiador Jorge Pinto, Premio Nacional de Historia 2012.

La presencia de un buen número de alumnos asistentes confirmó que el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 no es un hecho lejano a los jóvenes chilenos, y que resiste el paso del tiempo.

¿Por qué y para qué se quiere conmemorar el golpe de Estado? ¿Consideró en 1940 el presidente Pedro Aguirre Cerda y su gobierno del Frente Popular “conmemorar” los 50 años de la guerra civil de 1891, que causó más de 10.000 muertos, con una población de aproximadamente dos millones de habitantes? No lo hizo. Tampoco se conmemoró el golpe militar de 1924, que culminó en la dictadura del general Carlos Ibáñez del Campo (1926-1931). Ahora, el decreto del presidente Boric no entrega razones convincentes para la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado de 1973.

No será fácil para el oficialismo llegar a un relato común sobre el golpe de Estado y sus consecuencias. Fue el quiebre institucional más profundo que sufrió el país durante el siglo pasado y tuvo repercusiones más profundas que otros quiebres anteriores, algunos de cuyos ecos persisten hasta el presente y de los cuales ningún actor e institución puede eximirse de responsabilidad.

El decreto oficial tiene una visión restringida de la dictadura, centrada exclusivamente en su naturaleza coercitiva. Sin embargo, el golpe de Estado fue bastante más tectónico que sus aspectos más visibles en la historia, el bombardeo del Palacio de Gobierno, la muerte del presidente Salvador Allende y la persecución y represión de los derrotados.

El quiebre institucional tuvo una doble naturaleza: por un lado, significó la ruptura de nuestra tradición democrática, con el empleo de una extrema violencia; y por otro, la inauguración una dictadura represiva que utilizó todos los resortes del poder para imponer la transformación económica de los “Chicago boys”, que implantó un paradigma de neoliberalismo radical, el cual redefinió las bases del Estado, la economía y la sociedad, cuyos efectos persisten hasta hoy.

Con legítimos fundamentos se destacan en esta conmemoración las violaciones a los derechos humanos, pero se descuida la atención sobre la política económica de la dictadura que, lejos de ser neutral como entonces proclamaron sus progenitores, persiguió objetivos estratégicos: 1) contribuir a la legitimación del nuevo orden institucional, una democracia protegida y autoritaria, bajo tutela militar; 2) debilitar a los partidos de izquierda y de centro para que perdieran el liderazgo que tuvieron antes del golpe; y 3) fortalecer las bases sociales y económicas de los partidos de derecha.

El sistema económico instaurado por la dictadura corresponde a una economía de mercado puro en la tipología que plantean Linz y Stepan (1996), por la exclusión del Estado de la economía, la plena libertad de mercado, sin que exista adecuada protección a los consumidores, la privatización del sistema de pensiones, de la salud y la educación, profundizada esta última en democracia, después de Pinochet. Se generó un sistema económico incompatible con la democracia, pues esta requiere de una economía mixta o una sociedad económica, agregan estos autores.

En consecuencia, cuando un país tiene una economía de mercado puro y aspira a una democracia, como es el caso de Chile, debe impulsar reformas institucionales que transformen la economía en una economía mixta o en una sociedad económica. Sin embargo, ese cambio estructural está todavía pendiente, en buena medida. Si bien se han realizado importantes reformas al sistema económico, especialmente durante el gobierno del presidente Patricio Aylwin, la concentración del poder económico, la desigualdad en distintas dimensiones y la debilidad del Estado son manifestaciones del “modelo” que perdura.

El golpe de Estado no era inevitable

No se debió llegar al golpe de Estado. Hasta los últimos días del gobierno de la Unidad Popular existió la posibilidad de evitarlo. Pero las divisiones entre los partidos oficialistas impidieron que prosperara la iniciativa del presidente Salvador Allende de buscar un acuerdo que habría evitado el golpe. Sus dirigentes optaron por cuidar “la unidad de la izquierda” antes que privilegiar el interés del país.

El golpe militar no era inevitable; tampoco lo era el establecimiento de una dictadura represiva. La violencia empleada en ambos procesos políticos le dio una singularidad única a este quiebre institucional respecto de otros ocurridos en el siglo XX, y sus repercusiones perduran hasta la actualidad, con legados en la política y en el sistema económico, que han entrabado el restablecimiento de la democracia.

Que exista responsabilidad compartida en el quiebre institucional no puede dejar de lado una visión crítica del programa refundacional del gobierno de la UP, de impulsar una revolución por la vía legal para establecer el socialismo, contando sólo con el apoyo de una minoría del electorado y siendo minoritario en el Congreso. No fue un buen gobierno: descuidó la economía; en el contexto de Guerra Fría no evitó una confrontación con los EEUU al nacionalizar sin indemnización las grandes compañías del cobre, de propiedad de corporaciones de ese país; siguió una política de confrontación. En síntesis, fue un gobierno que fracasó.

El quiebre institucional pudo ser diferente. No era inevitable el establecimiento de una dictadura represiva, con la muerte, la prisión, la tortura, los desaparecidos y ejecutados, el exilio y el discurso maniqueo de amigo-enemigo como en ningún otro momento de nuestra historia y también excepcional en los nuevos militarismos de América Latina.

Pudo haber sido una “dictablanda”, como, por ejemplo, lo fue la del general Ibáñez del Campo en comparación con la de Pinochet. El camino de los militares brasileños que en 1964 derrocaron al presidente João Goulart fue también el de una “dictablanda”, si se lo compara con la de Pinochet. En ninguno de estos casos los militares bombardearon el palacio presidencial y en ambos permitieron que sus respectivos presidentes salieran al exilio. Sin embargo, esta alternativa fue clausurada desde las primeras horas del golpe de 1973, por la decisión de que aviones de la Fuerza Aérea bombardearan el Palacio de La Moneda y la residencia del presidente Allende.

La violencia la aplicaron los militares y carabineros, pero la justificó la derecha política, convencida de la necesidad de una actuación enérgica de los uniformados contra los marxistas. No hubo, de parte de los grupos civiles de derecha que apoyaron el golpe de Estado, ni de sus partidos, un llamado a la prudencia; por el contrario, algunos incluso rechazaron la moderación política. Allí estriba una responsabilidad histórica de ese sector político, que forma parte de las heridas todavía no cauterizadas del golpe.

Jaime Guzmán, promotor del golpe de Estado, planteó en una minuta dirigida a la Junta de Gobierno, algunos días después del 11 de septiembre de 1973, la conveniencia de mantener el empleo de la fuerza, advirtiendo de los peligros que correría el nuevo gobierno si se moderaba el accionar empleado hasta ese momento.

Bastante más tarde, cuando los servicios de seguridad habían cometido gravísimos atropellos a los derechos humanos, contraproducentes para la consolidación del régimen y dañinos para su imagen internacional, surgieron algunas voces entre los civiles llamando a controlar a la DINA. Sin embargo, estas fueron débiles y no tuvieron mayor efecto.

Muchos en la élite prefirieron callar ante los abusos, que todos conocían. Los profesionales partidarios de Pinochet que simpatizaban con el gremialismo nunca levantaron su voz rechazando los abusos. Similar conducta tuvo la élite civil de gobierno. No hubo un sólo ministro, un subsecretario, o un embajador que hubiera renunciado como consecuencia de los abusos. Esto sí ocurrió en otras dictaduras, como la del general Franco en España (1939-1975), con ministros y altos funcionarios que no sólo renunciaron a cargos del régimen, sino que rompieron con éste y se incorporaron a la oposición.

En el siglo XXI, el peligro de las democracias no está en los golpes militares, sino en que “mueran” o “terminen”. Antes de ese desenlace, la democracia puede caer en un retroceso político por el debilitamiento de algunas de sus principales instituciones, como los partidos políticos tradicionales. Esto último favorece una extrema personalización del liderazgo político y experimentos populistas y/o autoritarios.

Chile padece en la actualidad un grave retroceso político. Los partidos que dominaron la política tras la dictadura se han desplomado electoral y organizativamente, con renuncias de parlamentarios, ex ministros y ex presidentes de dichas colectividades. Varios de ellos tuvieron responsabilidad en ese desplome, sin asumirla. Agrupados en “Amarillos por Chile” o en “Demócratas”, quieren reconstruir un partido de centro que no cuidaron durante muchos años, y aspiran a un protagonismo en el nuevo proceso constituyente sin tener legitimidad para ello. Quienes renunciaron a los partidos tradicionales tienen la ilusión de constituir nuevos partidos, sin propuestas programáticas ni sustento ideológico y con liderazgos individuales que los fragmentan interna y tempranamente.

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El sistema de partidos se fragmentó en 21 colectividades en las elecciones de 2017 y 2021, lo que hace muy compleja la regulación del conflicto político y acordar soluciones que los resuelvan.

El gobierno tiene el apoyo de nueve partidos, todos electoralmente pequeños y, como organización, agrupados en dos coaliciones diferentes. La formación con “más” apoyo electoral es el Partido Comunista, que logró el 7,35% de los votos en 2021.

El retroceso político se acentuó durante las dos presidencias de Sebastián Piñera, especialmente en la segunda, y se agravó durante el año de trabajo de la Convención Constitucional, con la explosión de particularismos maximalistas y excluyentes, como el feminismo radical, un indigenismo ajeno a la historia de nuestros pueblos originarios, un tecnocratismo constitucional basado en consignas (Constitución “tramposa”), una agenda valórica disruptiva y rechazo a los partidos, entre otros.

La propuesta partisana de nueva Constitución condujo a la contundente victoria del Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022, que constituyó una grave derrota para el gobierno de Boric, cuando su administración todavía no cumplía seis meses.

Los convencionales de la mayoría no tuvieron presentes las lecciones del quiebre institucional de 1973. Después de los años reformistas del gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y la revolución del gobierno de la Unidad Popular, vino una era reaccionaria que provocó graves retrocesos institucionales, no revertidos del todo cuando terminó la dictadura.

El desmantelamiento del poder organizativo y político de los sindicatos por la coerción, las normas institucionales del paradigma económico de los “Chicago boys” y las prácticas antisindicales de los empresarios no fueron revertidos después de la dictadura. Los sindicatos después de Pinochet son apenas una sombra del actor social que deberían ser en una democracia.

La principal figura de la derecha después de Pinochet ha sido Sebastián Piñera, pero su legado es negativo para el país y la derecha. Él no es un político, sino un hombre de negocios que se propuso ser presidente; no participó en política antes de 1988, ni siquiera siendo estudiante universitario. Cuando fue senador (1990-1998), presidente de Renovación Nacional (2002-2004) y candidato presidencial (2005) no se concentró en la política, sino en expandir su fortuna que comenzó a forjar en dictadura, llegando a ser en 2007 uno de los ocho billonarios chilenos según la revista Forbes.

Su riqueza fue su principal activo político. Lo favoreció que no existiera una ley de financiamiento público de campañas electorales hasta las de 2005, y de partidos, hasta las de 2017. También le facilitó su ascenso el declive de la Democracia Cristiana desde el gobierno de Frei Ruiz-Tagle, por sus disputas internas, su vacío programático y su abandono del centro político, captando Piñera votantes ubicados en este espacio.

El estallido social desnudó sus incapacidades políticas. No supo qué hacer, no escuchó las demandas de la sociedad contra el sistema económico (“No + AFP”) y recurrió al discurso confrontacional (“estamos en guerra contra un enemigo poderoso”), todo lo cual agravaría el conflicto social. Las derrotas de la derecha en las elecciones de la Convención Constitucional y presidenciales de 2021 son una consecuencia del liderazgo presidencial de Piñera.

La fusión de su poder económico con el poder político reforzó la debilidad institucional de la derecha. Sus partidos no son autónomos del poder económico, algo indispensable para la existencia de partidos conservadores fuertes.

Medio siglo después del golpe de Estado, la derecha es el principal conglomerado, tras recibir 45% de los votos en las elecciones parlamentarias de 2021. Esta votación duplica la de los partidos de Apruebo Dignidad (20,4%), supera la de la ex Concertación (17,16%). Puede estar fragmentada en cinco partidos y ser más débil institucionalmente, pero no enfrenta competencia del centro político, y la izquierda está incluso más fragmentada.

La izquierda llega al 50º aniversario del golpe de Estado estando en La Moneda, pero debilitada políticamente, habiendo tenido tres presidentes y participado en el gobierno de otros dos. Los errores de la izquierda posibilitaron que la derecha llegara a La Moneda en 2010 y 2018, después de las presidencias de Michelle Bachelet. Estos partidos, además, abrieron espacios para el surgimiento de una nueva izquierda (Boric), y la ayudaron a que llegara a La Moneda cuando todavía no estaba preparada. La derrota en el plebiscito constitucional confirmó que la izquierda mantiene el apoyo de una minoría de la sociedad y carece de un partido centrista para formar una alternativa de gobierno.

La conmemoración del golpe de Estado no podrá esquivar su historia de derrotas, de entonces y de ahora.

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