Los partidos o las coaliciones políticas se asemejan a las comunidades en las cuales se crean. Recogen la influencia de sus fundadores, donde fluyen corrientes que intentan expresar tendencias. Aunque nazcan acaudilladas, tienden a continuar su vida muertos sus inspiradores. La democracia constitucional contemporánea no se concibe sin su presencia legal. Deben ofrecer al votante postulados básicos, un programa de gobierno y dirigentes que estimulen la empatía con la audiencia.
Los matices institucionales, ideológicos e interpersonales confluyen en una dinámica “sistémica”. A una mayor calidad en su funcionamiento, encontraremos una optimización de los debates o decisiones y un orden estatal más confiable.
Se relaciona el concepto “sistema de partidos” con el de confiabilidad de los procesos que sustentan. Un esquema donde ocurren previsiblemente instancias competitivas sugiere más certeza que contextos volátiles donde aun con elecciones puntuales, los actores cambian, no hay consensos, las decisiones son erráticas, el Estado cede autoridad, etc. Puede ocurrir que los partidos sean históricamente los mismos, pero experimenten cambios al pulso de la coyuntura. En otros casos, las agrupaciones se renuevan, concretando una adaptación más o menos gradual pero siempre significativa. Finalmente aparecen situaciones en las cuales, tras acontecimientos rupturistas, que quiebran lapsos de estabilidad o inestabilidad, mueren partidos para que nazcan expresiones nuevas, no siempre estructuradas.
¿Dónde ubicamos a la Argentina? Desde la sanción de la ley Sáenz Peña (1912), en nuestro país gobernaron democráticamente sólo tres partidos: radicalismo (nacido en 1891), peronismo (en 1946) y PRO (en 2008, como partido local). Hubo lugar a coaliciones: el gobierno de la Alianza (1999) fue conducido por el radicalismo (renunciando el vicepresidente en 2000 y el presidente en 2001); el de Cambiemos (2015-2019) resultó liderado por el PRO, en la fórmula, ministerios, políticas etc. El actual (2019) muestra al Frente de Todos dominado por el kirchnerismo (confluyendo peronismos variopintos, hoy en tensión).
Nada es casualidad
En los últimos 40 años sostuvimos la democracia, reformando la Constitución (1994), otorgando centralidad a los partidos (por su constitucionalización, la elección directa presidencial y en la CABA, etc.). Pero en 2001 el sistema se desplomó. Ya nada fue lo mismo.
El peronismo fue “frentista” hasta 1999, siempre empujado por una gran locomotora: Perón en 1946, 1952 y 1973 (con Cámpora de delfín en la primera elección de ese año); en 1983, Ítalo Luder no alcanzó estatura carismática, perdiendo con Alfonsín; y para 1999 y 1995 Carlos Menem supo interpretar al electorado que presentaba otras necesidades e intereses, previo vencer internamente (1988) a Antonio Cafiero, que, derrotado, no fraccionó al PJ sino que apoyó al nuevo liderazgo. Pero tras perder dirigentes en 1995 (el Frepaso de Bordón y Chacho Álvarez), en 1999 el PJ incuba el internismo que terminará de eclosionar en 2003, cuando se multiplicaron listas y candidatos sin importar procedencia justicialista o radical. Naciendo un movimiento que exploró al salir del corsé peronista, con aquella presunta “transversalidad” intentada por Néstor Kirchner y Alberto Fernández a mediados de los 2000, para consolidarse como kirchnerismo.
Provincialmente se dispersó. Algunos, como Massa o Alberto, volvieron en 2019. Pensemos que en los 90 todos los nombrados, junto a Patricia Bullrich, Cristina Kirchner, Lorenzo Miguel, Juan Schiaretti o Miguel Pichetto eran parte del mismo movimiento, hoy completamente desencontrado como tal.
El radicalismo arrancó esta etapa democrática con el liderazgo alfonsinista y tras su accidentado sexenio empezó un proceso menguante en el que debió reinventarse. Alcanzó el gobierno mediante coaliciones: una de ella duró dos años (junto a dirigentes de centroizquierda) y la otra cuatro (junto a conservadores, con menos protagonismo real).
Como oposición tampoco fue coherente. Si pensamos que alguna vez Alfonsín, Eduardo Angeloz, Fernando de la Rúa, Lilita Carrió, Gerardo Morales, Ricardo López Murphy, Leopoldo Moreau o Rodolfo Terragno integraron el mismo partido, pero la convivencia entre ellos fracasó, concluiríamos en que la UCR, más que una centenaria “reserva moral”, es una expresión acomodaticia, sin reacción proactiva frente a shocks.
¿Aportaron las grandes fuerzas políticas a la construcción de un sistema, desde 1983? Lejos de contribuir a una estructura establecida, sin agenda, debilitadas, dejaron espacios por donde aparecen supuestos “outsiders”.
En el mundo se advierte que los sistemas ceden ante nuevos movimientos más radicalizados, que reaccionan frente a la mediocridad, fluyendo al compás de las frustraciones, los algoritmos y las redes sociales. Es más fácil trascender si se grita mejor. La rebeldía movilizada es casi ancestral: sólo ha cambiado el volumen y la velocidad. Algunos en Argentina tomaron nota (y lo hacen bien).
Las agrupaciones o coaliciones mutaron a carcazas vacías. Su dirigencia ya no es una élite acreditada, y las organizaciones públicas no pueden digerir cambios.
La tradición, antes base de la confianza, hoy se asocia con la inmovilidad. El reproche se traduce en agresión. En nuestro país, ¿quién suma tras las trompadas al ministro Berni, los avances del narcotráfico en muchas ciudades o las inútiles peleas cambiemistas? Un nuevo gritón o gritona, apuntando a la “casta”, alternativa para otro quiebre.
Que Macri o Cristina proyecten un “sálvese quien pueda” sin alteridad alguna, que Bullrich trate de crecer endureciendo ridículamente su discurso, que Alberto insista con una reelección para no transformarse en la nada misma (o Schiaretti haga lo propio en Córdoba, con su candidatura presidencial) son parte del problema de credibilidad de instituciones y políticos que explica el crecimiento en las encuestas de Javier Milei, con particular impacto en los jóvenes.
Ninguno de los encuestadores que a principio de año veía en “el León” un techo de crecimiento, hoy mantiene aquella posición. Usando bien la PASO y la primera vuelta, su sello podría alcanzar el ballottage. En Córdoba, el polémico economista alcanzaría hoy entre 25 y 28 puntos de intención de voto.
Quizá debamos sincerar un nuevo tiempo largamente anunciado, el de los “partidos sin sistema”, expresiones alimentadas por el rencor, desarticuladas, lideradas por personas acaso destinadas al descarte permanente. Los libertarios no son casualidad: los trajeron, a puro equivocarse, quienes nunca los vieron venir.