El rendimiento de las acciones de las 500 empresas más importantes de la bolsa de Nueva York puede equivocarse o acertar en el resultado electoral en los Estados Unidos. Poco importa. Desde 1928, el índice bursátil pronostica con certeza envidiable el resultado electoral; señaló correctamente al ganador en 20 de 24 elecciones. En esta oportunidad, en que los encuestadores y los estudiosos de las redes sociales concuerdan en que es la compulsa más pareja en décadas, los mercados marcan que Kamala Harris sería la triunfadora, pero los operadores de ese mismo mercado de valores de Nueva York se niegan a dar crédito a las propias evidencias pese a que el récord de 20/24 sería envidiable en cualquier otro método de pronóstico; parecen decir “No es la economía, ¡estúpidos!”. Muchos ya lo dicen.
El mercado muestra en los últimos meses una performance positiva extraordinaria; casi todos los índices de la economía estadounidense, incluyendo la tasa de desempleo, son positivos, y la tradicional “óptica de mercado” haría imposible una derrota demócrata. En el fragor de la campaña electoral ambos candidatos reclamaban para sí los números positivos de la economía y los mercados, alegando Harris los éxitos de la administración demócrata y Donald Trump el boom producido por la expectativa a su retorno a la Casa Blanca. Pero el 62% de los votantes consideran mala la situación económica y la baja de la inflación, no ha compensado la pérdida de los salarios del 17% verificadas desde la pandemia.
En 2020 Trump en el gobierno, con un mercado positivo de 2,9%, perdió frente a Joe Biden; en 1980 Jimmy Carter perdió frente a Ronald Reagan con un 6,9% favorable; en 1968 Richard Nixon (con su consigna ley y orden) triunfó sobre Hubert Humphrey cuando el gobierno demócrata tenía un récord a su favor del 6% y en 1956 Dwight Eisenhower fue reelecto con un balance negativo del 3,2%. Estos fueron los yerros en 100 años de los pronósticos políticos de la bolsa.
Los índices bursátiles y el mercado financiero han ido reflejando cada vez más expectativas especulativas y menos a la economía real. Las finanzas suelen ir desacopladas de la economía y esto se ha incrementado a partir del mayor poder del sector financiero en las últimas décadas, principalmente a expensas del poder económico. Además, aunque “el bolsillo sea la víscera más sensible del hombre”, política y economía suelen no ir de la mano; afirmación repugnante al liberalismo.
James Carville, estratega de Bill Clinton en 1992, no encontraba la manera de lidiar contra un George Bush que aparecía imbatible; como recordatorio para sí mismo en la búsqueda de su estrategia electoral anotó en su escritorio “la economía, estúpido”. Esa sentencia se convirtió en un eslogan de poco sentido que fue aprovechado, agregándole el “es”, para entronizar la preeminencia de la economía. Clinton triunfó, y hubo coincidencia en que sus otros dos ejes de campaña, un sistema de salud universal y cambio vs. más de lo mismo, fueron los determinantes de un resultado favorable.
Un extraordinario -y exorbitante- manejo cultural y de difusión ha llevado a ubicar a la economía en el centro del universo de la construcción política, y al libre mercado como dogma y atalaya excluyente de la observación, cuando desde la Gran Depresión las demostraciones de las limitaciones perniciosas y los fracasos del libre mercado son elocuentes. La crisis de 2008 es un ejemplo reciente de cómo la falta de control del sector financiero llevó a la emergencia global, del que solamente se salvaron los propios financistas creadores del caos.
Fruto de las falacias del contrato social, denunciada por los propios demócratas desde principios del siglo XX, las corporaciones siempre tuvieron en el sistema democrático más estable de la historia (excluyendo los 272 años de la democracia ateniense) un estándar de ventajas propio del juego de poder, pero nunca como hoy en día una incidencia tan determinante en la conducción absoluta de la “cosa pública”. La palabra decisiva en el establecimiento de los estándares político-culturales de las sociedades y sus estructuras quedaba, en definitiva, en manos de la acción política.
Los mercados nunca han compartido su prosperidad y alentado el progreso. Desempleo, limites arbitrarios a la libre competencia, menor carga tributaria a las mayores riquezas, aplicación de los recursos del Estado y de la riqueza social para beneficio del sector más adinerado, disminución de la educación y los recursos del conocimiento como únicas fuentes genuinas del progreso social y económico ha conformado un cuerpo de ideas constante del liberalismo económico. “Todo para nosotros, nada para los demás, parece haber sido la máxima abominable de los amos de la humanidad, en todas las edades”, proclamó Adam Smith, el propio fundador de la economía moderna.
La discutida sentencia de Abraham Lincoln de 1863 que “la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” hoy más que nunca se ha convertido en el gobierno del, por y para el 1 por ciento más rico. Ese es el dilema de la democracia estadounidense que, indiferente al resultado electoral, encierra en sí las banderas de la exclusión de los otros, más de setenta millones de votantes que perderán, y el abandono del “sueño americano para todos”, denunciado por el Presidente Joseph Robinette Biden en su discurso de renuncia.
El neoliberalismo se ha potenciado a partir de sociedades divididas. Las tensiones que se viven en los sistemas republicanos con el acento en la crisis de representación política y la apropiación del poder por las corporaciones y las burocracias a su servicio, ha provocado la aparición de los regímenes y fuertes partidos iliberales, en muchos casos con firme sello del fascismo, que no señalan el inicio de una era sino que más probablemente el fin de otra que en varios siglos desvarió por caminos erráticos. Parece que ese tiempo también le estaría llegando a los Estados Unidos.