Es algo, delgado, de rostro enjuto y pelo largo. Muy joven, alrededor de 20. Lleva jeans y una camisa negra. Se sube a una tarima improvisada y la gente se va acercando a escuchar, porque advierten que este muchacho tiene el rostro bañado en lágrimas y dice a los gritos: “Not in our name”. No en nuestro nombre. Y en esa esquina, esa plaza, este joven judío neoyorquino cuenta el drama de dos millones de personas que viven, (o sobreviven, por decirlo de algún modo), sin agua, luz, comida, leña o gas, rociados con fósforo blanco. Son hombres, niños, mujeres, ancianos, bebés, enfermos, minusválidos, médicos, enfermeros, maestras, trabajadores de toda clase, atrapados en la Franja de Gaza. Y en esa calle, en ese lugar tan lejos de Gaza, tan lejos de Israel, golpeando las manos, todos (aunque no son muchos) empiezan a corear: “Not in my name”.
La periodista Israelí Amira Hass dice: “Los jóvenes palestinos no salen a asesinar judíos por el hecho de ser judíos sino porque somos sus ocupantes, sus torturadores, sus carceleros… los que obstruyen su horizonte”. No habla de Hamás, habla de los jóvenes que son parte de un pueblo que siempre dijo que hay que encontrar la forma de vivir en paz.
Vemos en la tele a un joven israelí que ha salvado su vida de milagro (sí, de milagro) escondiéndose en un barranco. Cuenta que estaba en una fiesta pequeña cuando entró Hamás, mató primero a los guardias; luego, a muchos de sus amigos; secuestró a las chicas, y nadie sabe si están vivas o muertas; son pocos los que pudieron huir. Se le quiebra la voz, casi llora como el muchacho de Nueva York y como muchos jóvenes de uno y otro lado, quisiera decir: “No en nuestro nombre”.
En mayo de 2017, cuando la Corte Suprema de Justicia pretendió aplicar lo que conocemos como “Dos por uno”, surge en Argentina una agrupación de jóvenes cuya denominación es “Historias desobedientes”, y su lema: “No en nuestro nombre”. Son hijos y nietos, hijas y nietas de policías y militares genocidas. Se los ve por primera vez en la marcha “Ni una menos”. Sus antecedentes en el mundo son los testimonios de hijos de represores, y su empeño actual es poder declarar y denunciar a familiares en caso de saber que han violado Derechos Humanos. “Somos hijos de genocidas y nos venimos a pronunciar en contra de nuestros padres”, dice Analia Kalinec; y cualquiera puede imaginar cuánto dolor hay detrás de esta frase y cuántas veces habrá tenido que repetirse “No en mi nombre” para juntar coraje e ir a los tribunales, a las marchas, a las escuelas para contar su historia.
En la Franja de Gaza, a pocos días de los ataques, ya hay tantos niños y jóvenes muertos que no parece posible que alguien quede vivo para decir más adelante “No en mi nombre”. Es la Humanidad toda la que debería gritar, no sólo en contra de esta terrible situación, sino en contra de las múltiples guerras del mundo; los disidentes perseguidos o encarcelados; los asesinatos de migrantes, los campos de refugiados (en una nota anterior señalaba que hay 59 campos de refugiados, sumando Gaza y Cisjordania); el drama humanitario en las fronteras cercadas de muros; el despojo de las tierras y el genocidio de los pueblos originarios; la trata; la venta de niños; los femicidios e infanticidios; los ecocidios y tantas ignominias que el mundo no debería tolerar. No en nuestro nombre.
El poeta palestino Juan Yaser vivió exiliado en Córdoba, aquí, entre nosotros, hasta su muerte. Era traductor y defensor de la paz ante la ONU. En 1987 publicó “Hacia el miedo. Poemas Palestinos”. Desde su condición de desterrado reclamó por la libertad escribiendo una poesía que muestra la situación de su pueblo; escribió en árabe y en español y nunca quiso callarse porque sabia, por experiencia propia, del drama en Medio Oriente. El poema que se llama justamente, “Hacia el miedo” dice: “El valle/ se llenó de metrallas,/ una mezcla de botas/ y albahacas.// Aroma de muerte./ Olivos y naranjos miran/ la Estatua de la Libertad.// En la huida/ el zapato de un niño/ cae.// La madre, con las nalgas rotas,/ apura los pasos…/ contenta, hacia el miedo”.
Parece una profecía de la escena que narráramos inicialmente. La misma ciudad, la misma estatua y un muchacho que grita “No en nuestro nombre”, mientras del otro lado del planeta unos prometen exterminar a todo un pueblo y otros juran venganza eterna. No es la gente de a pie, no son los que quieren tener una vida en paz, criar a sus hijos, estudiar, trabajar, reírse, cantar, ir a la plaza o a la iglesia y reunirse en familia. Son los intereses de los poderosos, los dueños de las armas. Y acá yo, que no pertenezco ni por genética ni por herencia cultural a ninguno de los dos pueblos, siento que ese muchacho, esa chica, judíos o Palestinos, que gritan o lloran o reclaman en muchas esquinas del mundo, están diciendo, como lo hacemos muchos frente a tantos desgarros, NO EN MI NOMBRE.