Algunas teorías dicen que para elegir ser padre hay que estar un poco roto; otras, que ser padre te termina rompiendo
Algo que diferencia a las parejas que ya tienen hijos de aquellas que no los tienen es lo roto. Si bien para ser padre hay que romperse un poco, los niños terminan la tarea. Rompen juguetes y adornos, rayan las paredes, se ensucian la ropa, gritan, corren en los restaurantes y dicen cosas que no tienen que decir cuando no las tienen que decir.
Ahí está la grieta. En el susurro de “si fuera mi hijo lo tendría más cortito”; en el comentario “le hacen falta más límites”; en la etiqueta “qué niños malcriados”. Lo sé porque yo mismo lo pensé cuando no tenía hijos, porque lo veo en la mirada de algunas parejas cuando nos ven llegar a un bar, o en el chiste de algunos amigos cuando van a casa y la encuentran dada vuelta.
He visto a mis hijas romper algún regalo el mismo día que lo reciben sin registrarlo; romper una copa de una colección antiquísima de un familiar lejano; rayar la pared en la que está apoyada una pizarra porque no le alcanzaba el espacio para dibujar dentro de ese recuadro; arrancar la única flor de una planta que parece no dar muchas.
Uno no pasa de ser una persona sin hijos a una con hijos instantáneamente, sino que se va haciendo con el tiempo y las experiencias. Entonces, posiblemente, las primeras veces que uno ve un daño lo sufre más y lo marca con más fuerza. Pero también uno se replantea, piensa si la responsabilidad es del niño o de uno que le dejó eso a mano, si un reto puede ser una forma de marcar la importancia de lo material sobre el aprendizaje, si no inhibe su posibilidad de experimentar y que, para aprender, a veces hay que romper.
Y así, daño a daño, uno se va poniendo cada vez más del otro lado de la grieta. Luego, viene la rutina: uno se acostumbra a los gritos, a los excesos de energía, a que cuando va a un restaurante sea más una cuestión de suerte que de disciplina que el chico no le tire la bandeja al mozo o que no robe una papa frita de alguna mesa vecina.
Así como nuestros hijos están en un proceso de constante aprendizaje, los padres también lo estamos. Ellos pasan del gateo al caminar como patos y nosotros de las inseguridades más paternales a algunas certezas peligrosas; ellos pasan de las palabras sueltas a oraciones cada vez más complejas, nosotros de respuestas breves sobre qué tiene que hacer un padre a soliloquios cada vez más universales sobre la paternidad.
Todos juntos vamos ganando seguridad, desarrollando técnicas, descubriendo hasta dónde sí y hasta dónde no, aprendiendo que las recetas milenarias se pueden adaptar, que el olor a caca del pañal se puede aguantar, que no es necesario un esterilizador ultrasónico de mamaderas con batería recargable, que nos podemos alejar cada vez más, ellos de nosotros y nosotros de ellos, todos juntos.
Y así, fascinados por tanta novedad, cada uno va poniendo cada vez más de sí en la paternidad y en la “hijastridad”, transitando nuevas etapas, descubriendo y redescubriendo juntes el habla, conociendo canciones y nuevas formas de bailar, pintar, recortar, jugar, saltar, correr, comer y tomar. Pero también dormimos poco, comemos mal, nos hacemos un ratito para perdonar a nuestros padres, nos frustramos, rompemos algunas cosas, abandonamos muchas expectativas, reconsideramos promesas, nos enojamos, nos cansamos, hacemos caprichos, tomamos nuevos desafíos.
Por eso, la paternidad es alucinante y alienante. Es un hermoso mundo donde uno aprende, juega, se divierte, se deja llevar, pero también se empieza a perder en un lugar donde no muchos nos pueden acompañar, ni muchos menos encontrar.
Poco a poco nos empezamos a olvidar de todo lo que había alrededor nuestro cuando no éramos padres, de nuestros intereses anteriores, de los amigos que frecuentábamos, de los gustos, de los tiempos individuales y de los de pareja. De alguna manera empezamos a ser casi exclusivamente padres.
Y cuando estamos ahí, con muchas certezas construidas a las corridas, con manuales de procedimiento recién editados por nosotros mismos, llega un momento en que nuestros hijos empiezan a jugar con los límites, quieren aprender hasta dónde llegar y empiezan a presionar. Y un capricho chiquito empieza a ser cada vez más terco, cada vez más fuerte y entonces buscamos en nuestro manual que indica que tenemos que flexibilizar, ceder. Eso no falla casi nunca: logramos deshacer el conflicto y vuelve la ansiada tranquilidad.
Pero, al día siguiente o al otro, el pequeño va a intentar otra vez y con más fuerza, y nosotros tampoco sabremos hasta cuándo seguir flexibilizando y nos pondremos más firmes y ellos no dejarán de presionar y ahí pasará algo inesperado (perdón el spoiler): nos vamos a quebrar. Y ahí nos daremos cuenta de que fuimos muy lejos, que estamos perdidos en la paternidad y que las certezas que construimos son falsas.
En ese momento, ese lugar tan hermoso de la crianza se volverá frío, con bibliotecas caídas, libros con hojas arrancadas y, de fondo, sonará el llanto histérico de los peques que se mezclará con el nuestro.
La rotura viene con dolor, miedo, arrepentimiento, culpa y enojo. Y salir de ahí es muy difícil. Nadie tiene el mapa de nuestros propios laberintos y está muy oscuro como para saber para qué lado arrancar. Mientras buscamos la salida, pensamos que quizás no debimos dejarlos jugar con nosotros, porque, así como los juguetes se rompen, los padres también.