Aunque no se la analice frecuentemente desde esta perspectiva, la fiesta ha sido un tema central del pensamiento filosófico.
De Nietzsche a Pieper, de Caillois a Huizinga, de Benjamin a Gadamer, y más allá de sus enormes diferencias, hay algo fascinante (nunca mejor usada la palabra) que atraviesa sus ideas sobre ese momento de reunión. Cada uno de ellos hace un aporte al descubrir facetas diversas de la fiesta. Y en todos ellos vemos que, a pesar de la fuerza fagocitante del capitalismo, que ha podido transformarlo todo en una mercancía vendible, sin embargo subsiste en los momentos de fiesta algo inmanejable, que excede el orden de la utilidad, del comercio y de lo manipulable. Algo que va más allá de lo práctico o la ganancia.
Por una de esas “casualidades” de mi oficio, este fin de año me encuentra leyendo un pequeño libro de un sociólogo alemán, Hartmut Rosa, titulado “La democracia necesita la religión”, particularmente cargado de ideas fecundas para esas posiciones filosóficas.
Es un título por lo menos sorprendente. A primera vista llevaría a cualquier persona mínimamente familiar con esos términos a pensar que refiere a una serie de cuestiones, como por ejemplo, cuál es el rol de las creencias en las democracias modernas; si las democracias liberales pueden subsistir sobre valores que vienen de otro marco social y que ellas mismas no pueden garantizar (el famoso dilema de Böckenförde); si las religiones son finalmente una prótesis de las democracias burguesas o del poder como tal; etc.
Pero el libro va por otro lado muy distinto.
Oír con resonancia
La sociología de Rosa se ocupa del fenómeno de la aceleración desde la modernidad. En la tradición de las teorías preocupadas por la enajenación que operan sobre nosotros las formas de vida que hemos creado, Rosa muestra los efectos de aceleración que produjeron las tecnologías, el cambio social y el ritmo de vida. Las desconexiones con el mundo, con los demás y con nosotros mismos son algunos de sus efectos.
Y a diferencia de otras posiciones (o más conservadoras o más aceleracionistas), su propuesta se denomina “resonancia”.
No niega que esa aceleración haya producido efectos notables de producción y disposición de bienes; tampoco cree que se pueda salir de esta espiral. Posiblemente influido por una visión no demasiado conocedora de las periferias, sostiene que esos avances lograron gran productividad y una “parificación” de las relaciones sociales, aunque con gran costo de malestar.
Porque por esa aceleración sucede algo nuevo en nuestra época: toda época pasada, sobre todo desde los inicios de la modernidad, basó sus construcciones sociales y esfuerzos personales sobre una idea: nuestros descendientes estarán mejor, el futuro será mejor. Bastaba emplear una cuota igual o menor de esfuerzo y energía para conseguir un resultado igual o superior.
Esa creencia ha caído. Hoy necesitamos acelerar y gastar enormes cantidades de energía sin certeza de que el futuro será mejor; lo hacemos sólo para que no sea tan malo y sostener al menos lo que tenemos.
De ahí que hace su propuesta desde otro lado: la resonancia. Y desde allí piensa lo religioso, particularmente la fiesta (y explícitamente menciona la navidad).
Pensemos en la música: a menudo está sin que nos demos cuenta, y sólo cuando atendemos es que realmente la escuchamos. Lo mismo con la conexión con otra persona, es preciso escuchar en un mundo donde no sólo no se escucha, sino que se busca aniquilar al otro.
Segundo, para que haya resonancia tiene que haber un efecto sobre mí que escucho. Así, si la escucha se da, se opera un tercer fenómeno, quedo transformado, cambiado. No somos lo mismo, pero podemos resonar a pesar de nuestras diferencias (el ejemplo que pone Rosa son las –previsibles y ya próximas- discusiones con parientes en la mesa navideña).
Pero más decisivo aún, es que nada de esto está en mi poder, ni puedo administrar cómo resultará. Puedo disponerme a oír e intentar resonar, pero lo que oigo me antecede y el resultado me excede.
Más allá del ruido
Independientemente de nuestro juicio sobre las ideas de Rosa, lo interesante es ver reflejada nuestra experiencia en sus palabras: la aceleración que nos somete, el burnout que nos agobia, la incertidumbre ante la enorme energía que invertimos en vivir sabiendo que el viejo sueño del progreso o la mejora están mucho menos que garantizados.
Y sobre todo la idea de que, para resonar con otros, con el mundo, y conmigo mismo, hay que detenerse y oír (Rosa juega con las palabras en alemán, porque ambos verbos tienen la misma raíz).
Aquí retoma la importancia de lo religioso, no por sus contenidos o aportes, sino por un tipo de actitud que encuentra en el Rey Salomón, cuando pide: “Dame un corazón que escuche”.
Y en una revisión de sus propias ideas, Rosa dice que mientras alguna vez sostuvo que lo esencial de la democracia es que todos hablen, ahora piensa que antes es necesario que todos escuchemos.
La música ya está en el aire, falta ver si resonaremos con ella para celebrar la fiesta.
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