Cuesta imaginar que haya alguien que, ante la destreza y el ingenio con que esos ladrones consiguieron llevarse las joyas del Louvre, no desee, aunque sea en secreto, que logren evadir la cárcel como suele ocurrir en tantas películas de robos, aunque la realidad sea menos indulgente y posiblemente terminen presos.
El robo fue tan ingenioso y preciso que incluso las autoridades francesas y parisinas recordaron al célebre ladrón de guante blanco Lupin, protagonista de novelas y de una serie en Netflix, y quien en su época llegó a rivalizar con el mismísimo Sherlock Holmes.
Como argentinos, por defecto se nos viene a la cabeza el robo al Banco Río del verano del 2006. Quién no ha soñado alguna vez con asaltar un banco sin causar daño y sin afectar a nadie más que al mismo banco o al seguro. Después de la crisis del 2001 el robo fue visto como una reivindicación popular, al punto que ya se hicieron películas y documentales. Los ladrones ya son recordados con cariño como los Robin Hood criollos que utilizaron armas de plástico, festejaron el cumpleaños de una clienta secuestrada, pidieron unas pizzas y hasta se dieron el lujo de dejar unos versos escritos dedicados a las fuerzas de seguridad.
Pero en el caso del robo al museo más visitado del mundo no hubo ningún plan sofisticado como el de cavar un túnel pluvial para escapar en gomones. Los ladrones franceses simplemente montaron una grúa, rompieron primero una ventana, luego las vitrinas donde estaban las joyas de la corona francesa y salieron a través de la misma grúa por la que entraron. Todo eso en tan sólo siete minutos y escapando en moto por los puentes del Sena. Lo único reprochable del robo del Louvre es que resultó demasiado breve, quizá insuficiente para producir una película o una serie en alguna plataforma.
Pero lo mejor del robo es que ha rescatado el concepto de “lo incalculable”, esa idea de un lujo exótico, inalcanzable y único, que remite precisamente a aquello que Macron ha intentado reivindicar desde que asumió la presidencia. Desde el inicio ha procurado construir un relato nacional en el que la historia y la memoria histórica se erigen como pilares de su política.
Por ejemplo, pocos han conmemorado a Napoleón como él: un personaje que otorgó a Francia su último momento de gloria imperial, a pesar de la polémica que aún genera por haber restablecido la esclavitud. Macron tiende a instrumentalizar la historia para encarnar una especie de mito de la “Francia eterna”, poblada de héroes y heroínas.
En ese sentido, esta paradoja, el robo burdo de unas joyas cuyo valor son incalculables, como lo calificó la Ministra de Cultura, no deja de ser un golpe más a su presidencia.
Así está la Francia actual: el expresidente Sarkozy en la cárcel; Macron, obligado a desmentir teorías conspirativas y fake news que cuestionan el género de su esposa; y, además, inmiscuido en una crisis sin precedentes durante estos ocho años, con la dimisión de su primer ministro, al que debió sustituir por otro que renunció el mismo día que asumió para finalmente volver a designar al primero.
Las repúblicas en Francia se enumeran conforme a los cambios de Constitución. Tras la inestabilidad política que siguió a la Segunda Guerra Mundial, Charles de Gaulle se presentó como el salvador nacional durante la crisis de mayo de 1958 en Argelia. Su regreso al poder estuvo condicionado a la redacción de una nueva Constitución, la actual, concebida como antídoto frente a la fragilidad del parlamentarismo. La fórmula era clara: fortalecer al Ejecutivo concentrando la autoridad en una sola figura, el jefe de Estado. Desde entonces, corresponde al presidente nombrar al primer ministro. Macron ya lo ha hecho siete veces.
Hoy Francia enfrenta uno de los niveles de crecimiento más bajos de la Unión Europea y un déficit público alarmante. Realizar un ajuste mediante aumentos de impuestos o recortes del gasto se ha vuelto una misión imposible: todos fracasan al intentarlo. El sistema de protección social sigue siendo un emblema nacional, pero, como ocurre en gran parte del mundo, nadie sabe realmente cómo financiarlo.
En ese contexto, el robo, tan burdo como preciso, aparece como una metáfora de un país atrapado en su propia parálisis: un gobierno impopular e incapaz de actuar, consciente de su crisis pero impotente ante ella, que ni siquiera logra impedir que cinco ladrones instalen una grúa en pleno corazón de París. Todo ello, lejos de esa Francia cuyo prestigio y ejemplo parecían incalculables.









