Vivir en la seccional 2da, entramado de manzanas que nace en el microcentro y se hunde rápido entre las correntadas del Suquía, era, hacia fines de los años 70, casi como hacerlo en la periferia de la ciudad. Si bien durante las mañanas y las tardes la población del sector se multiplicaba por la presencia de alumnos o alumnas en numerosas escuelas, o por las trabajadoras o trabajadores que desde los más recónditos puntos de la ciudad llegaban a comercios y oficinas radicadas en la zona, en las siestas o hacia el atardecer, las veredas y espacios públicos adquirían tono de barriada.
Así, tras la rutina escolar, la hoy inexistente plazoleta General Paz (donde en democracia se construyó el hogar de día Arturo Illia), a metros de la escuela Juan Bautista Alberdi, era parada obligada para intensos picados futbolísticos entre vecinos. A la hora pautada para el retorno a casa, una gaseosa familiar (de un litro y compartida entre una legión) en el célebre kiosco “Lakonia” (General Paz y Humberto Primo) daba paso a un “tercer tiempo” siempre entretenido.
Pero en algún momento el terreno quedó chico y la sugerencia fue caminar algunas cuadras, cruzar el puente Centenario y mantener la tradición futbolística en el Parque Las Heras, al que todos conocíamos (en mi caso, por visitarlo desde muy pequeño, los domingos, con mi papá y entregarnos a las conversaciones más diversas y las actividades más divertidas que con él recuerde). Me contó que el Parque había sido concebido por el gobernador (luego presidente) Miguel Juárez Celman, dedicado a su esposa, Benedicta Elisa Funes. Supe también que había contado con fuentes, animales, estatuas y unas hermosas rejas que lo bordeaban que -según mi querido viejo- alguien con poder hizo retirar para mejorar la empalizada de un predio particular.
Pero quedaban historias por descubrir, entre amigos, en el todavía prolijo rectángulo verde-amarronado, que combinaba sectores dedicados a juegos infantiles (donde sobresalían una hermosa calesita, más un tren con vía y túnel) con amplios espacios para la recreación y dos piletas, de diferente tamaño y profundidad, que sólo se llenaban de agua en verano (y el resto del año se utilizaban como playones deportivos de usos múltiples). En el centro, una glorieta de traza impactante, dominaba la escena.
Fueron muchos años de cotidianas presencias, en mosaico variopinto que confluía sin discriminar -y donde las rivalidades sólo se enfocaban en pasiones futbolísticas- arrancando en tiempos de reinado de Mario Kempes y culminándolo en los primeros capítulos de la extensa era maradoniana. Allí, donde confluían los “players” del Centro con los de barrios San Martín y Cofico, o donde algunos fines de semana se unían esfuerzos entre las barras habituales para enfrentar a elencos visitantes en electrizantes campeonatos; donde paralelamente la niñez se hacía adolescencia y se mechaban otras búsquedas, mientras el espacio era aprovechado por muchas personas, en serena convivencia (entre los paseantes, entre éstos y el parque) que un buen día se apagó.
La desidia se hizo irremontable y durante los últimos 20 años el sector se transformó en un agujero negro. El centro de la ciudad fue perdiendo significación frente a nuevos enclaves nacidos de la especulación inmobiliaria antes que de la planificación del territorio; el empobrecimiento social alimentó el desinterés de los transeúntes por cuidar de los activos patrimoniales de la ciudad; la crisis de convivencia aisló al vecindario; la improvisación negó a la comunidad el derecho a disfrutar de sus espacios verdes.
No fueron las últimas las únicas épocas de abandono que sufrió el parque, llamado Elisa por apenas un par de años, luego Las Heras al caer en desgracia su inspirador Juárez Celman (así como entonces la plaza Colón recibió su actual denominación, antes dedicada al presidente derrocado en 1890). Afortunadamente, más tarde o más temprano pudo renacer.
La historia tiende hoy a recuperar la vida y la obra de Juárez Celman, cuñado de Julio A. Roca y protagonista de una etapa reformista que nació en la gestión gubernamental de Antonio Del Viso y se retomó en épocas de Ramón J. Cárcano (su ahijado político), con impacto en la fisonomía de la ciudad. A su tiempo y más allá (pero no tanto) de la política, relevantes figuras de la arquitectura de Córdoba, como Miguel Kronfuss, o Miguel Ángel Roca, pusieron su marca en el parque, en refuncionalizaciones que le fueron otorgando un bagaje más rico.
Si lograr un pulmón verde en el primer escalón hacia el Norte de la ciudad hace ¡130 años! fue mojón en la puja por hacer, encontrarlo plenamente vivo tras su reciente reinauguración, representa un acto de justicia urbana.
Ecuanimidad que se exterioriza en la mixtura de intervenciones recuperadas y novedades incorporadas; con la funcionalidad que permite optimizar el aprovechamiento de los recursos y la revalorización de los espacios que mejorará a diferentes zonas de la ciudad; desde las exigencias, por la autoridad, de un deber de cuidado a sus usuarios; mediante la posibilidad de recorrerlo en familia -como ahora lo concreto con mi hijo- o con amigos -de la misma forma que unas cuantas tribus lo hacíamos hace cuatro décadas- en la clave que Abel Fernández le dedicara al parque en 1927: “En su recinto, encantado/ trina el pájaro gozoso/ como en un bosque frondoso/ por el desierto rodeado./ Nada perturba la calma/ en sus senderos floridos/ bajo toldos de verdura;/ En él glorias sueña el alma,/ y exhuma tiempos queridos/ cuyos recuerdo perdura”.
Habituados a la crítica, vale la pena celebrar en este caso. Si aún no lo visitó, le recomiendo darse una vuelta por el viejo-nuevo Parque Elisa.