Dulce, amargo, ácido, salado, umami. Son las cinco sensaciones que percibimos gracias al sentido del gusto. Y cada una tiene una relación muy importante con los nutrientes que necesita nuestro cuerpo.
De todos, el menos conocido es el umami. Este revela la presencia de aminoácidos y nucleótidos (componentes de las proteínas) que señalan un alto valor nutritivo en, por ejemplo, carnes y quesos. El salado avisa de la presencia de sodio, mineral tan importante para muchas funciones metabólicas. La acidez fuerte suele ser un indicador de alimentos en mal estado, por eso puede resultarnos aversiva. En cambio, el dulce se percibe como agradable de forma innata y lo entendemos como fuente de energía. Por último, el amargo nos genera reticencia debido a que muchas sustancias amargas pueden ser tóxicas.
El gusto cumple la función fisiológica primaria de brindarnos información útil para evitar alimentos nocivos y elegir los que puedan satisfacer nuestras necesidades. Al menos así era cuando recolectábamos frutos y cazábamos. Hoy tal vez no dependamos de ciertas alertas cuando lo que comemos viene con etiquetas detalladas, pero no por eso vamos a modificar nuestra genética, ¿o si?
Ceguera gustativa
Corría el año 1931 y un químico llamado Arthur Fox estaba sintetizando un compuesto en el laboratorio. Un polvo que se esparcía bastante por el aire. Su compañero, el doctor Noller, se quejaba del insoportable gusto amargo que tenía ese polvo que llegaba a su boca aunque él no quisiera (evidentemente las normas de higiene y seguridad eran un poco más laxas en ese momento).
“¿Amargo? Nada que ver. Esto no tiene gusto a nada”, o algo muy similar debe haber respondido Fox a quien no le llamó en nada la atención el gusto del polvo. Probaron, con cuidado, cada uno un poco más para a ver si se ponían de acuerdo pero sus opiniones no se movían ni un milímetro. Gran empate entre “esto es muy amargo” y “no tiene gusto a nada”. Y así comenzó una investigación en el mundo de la biología gracias a la que hoy conocemos el concepto de ceguera gustativa: la incapacidad genética para percibir el gusto de ciertas moléculas amargas.
El compuesto en cuestión era la feniltiocarbamida, también conocida como PTC. Resulta que el receptor que puede detectar este compuesto está determinado por un gen que aproximadamente un 30% de la población no tiene. Y sin gen no hay percepción del estímulo, como le pasaba al doctor Fox.
De todos modos, no ser gustador de PTC no quiere decir no percibir para nada el gusto amargo, porque hay muchas otras moléculas amargas que sí van a ser detectadas. Pero hay estudios que muestran que los no gustadores de PTC tienen una menor sensibilidad al amargo en general y por ende se llevan mejor con los vegetales y bebidas a base de hierbas, incluidas las alcohólicas (¿serán ellos los que impulsaron el desarrollo del Fernet?).
Esta pérdida de sensibilidad genética podría ser una respuesta evolutiva al depender menos de nuestra percepción primaria para detectar venenos y sobrevivir.
No son superhéroes, son super gustadores
No solo nos diferenciamos en el tipo de receptores que tenemos, sino también en la cantidad. Y, como bien están sospechando, aquellos con más receptores pueden ser más sensibles a los diferentes gustos. Las personas que tienen el gen para detectar el PTC y que además tienen una alta densidad de papilas gustativas son lo que llamamos supergustadores.
El testeo para determinar si somos o no supergustadores es bastante sencillo. Se trata de probar distintas concentraciones de PTC en agua y comparar la intensidad percibida contra una solución de agua y sal. Las concentraciones están pensadas de forma tal que los gustadores considerarán que el salado y el amargo son igual de intensos, mientras que los supergustadores van a percibir el amargo como mucho más fuerte que el salado.
Ser supergustadores implica tener también una mayor sensibilidad a los alimentos grasos, los edulcorantes intensivos y se puede reflejar incluso en un mayor rechazo por probar alimentos nuevos. No todo lo super es siempre mejor.
Jabón, hierbas, jabón, hierbas
El cilantro es una hierba aromática que se usa en muchas preparaciones diferentes. Puede contribuir al sabor de ensaladas, salsas, sopas y carnes. Y puede arruinar la misma cantidad de platos. Así, sin punto medio.
No es que haya comensales más mañosos que otros. Se trata de una diferencia genética en un receptor específico, en este caso del olfato. Hay quienes tienen un receptor con el (simpático) nombre de OR6A2, que permite detectar la presencia de moléculas tipo aldehídos. Los que tienen este gen van a percibir el cilantro con un fuerte sabor a jabón (si, leíste bien, como el de lavar la ropa) y lo rechazarán de inmediato. Los que no tienen este receptor no perciben esas notas y para ellos el cilantro sabe fresco con notas similares al limón y al jengibre.
Los estudios genéticos de poblaciones muestran que los detractores del cilantro pueden estar entre el 3 y el 21% de la población, dependiendo de la etnia.
Algo parecido sucede con los compuestos de la misma familia presentes en el queso azul. Un estudio científico reciente (link aquí) mostró que de 144 participantes en un testeo de queso, el 65% eran “soapy-tasters”, es decir, personas con el gen que detecta este sabor a jabón, y que por ende rechazaron el producto.
Moraleja: ante la duda, mejor no agregar cilantro a la ensalada y evitar el Gorgonzola si estamos cocinando para alguien por primera vez.
A la hora de comer (y beber) podemos no estar de acuerdo con lo que percibimos pero eso no quiere decir que estemos equivocados. Una razón más para entender que los gustos personales son una construcción que pueden no dejar lugar a la discusión.