Cuando ese motor vital llamado deseo define su rumbo, hay quienes agradecen el fortunio: así le ocurrió a la escritora chilena Diamela Eltit, que de niña reconoció la potencia y la libertad que le otorgaba el encuentro literario y prontamente expandió la lectura como «una abierta necesidad y urgencia», desde la cual fue construyendo un antojadizo recorrido por lenguas, letras, temas, autores y preocupaciones políticas, sociales y experimentales, que dieron forma a la memoria lectora que comparte en su libro «El ojo en la mira», donde despliega ese ejercicio íntimo e incompleto de releerse a partir de los libros.
Diamela Eltit (1949, Santiago de Chile) es una de las autoras más relevantes de la narrativa contemporánea de su país, reconocida en 2018 con el Premio Nacional y hace poquito meses con el Premio Carlos Fuentes. Profesora universitaria, performer, artista, formó parte del Colectivo de Acciones De Arte por el cual potenció su perfil de artista visual y, en 1979, el mismo año en el que se creó el grupo, su nombre marcó quedó impreso al campo artístico y contracultural de Chile con la recordada acción artística en la que se puso a limpiar con un balde y un trapo una calle de Santiago conocida por sus prostíbulos.
En el escenario literario, Eltit irrumpió con su literatura en la década del 80, en plena dictadura pinochetista. Ese cuerpo social represivo que se imponía en su país agitó preguntas, cuestionamientos y reflexiones, intersticios por los que la autora indagó en ese espacio de libertad que siempre ha encontrado en la escritura, como le gusta decir. Fue en esos años cuando inauguró su obra de ficción con «Lúmperica» y más tarde con «Por la Patria». Luego, con una singular apuesta por la experimentación de la letra y la escritura en los bordes, como corriéndose de la hegemonía política y cultural de ese tiempo, llegaron otros libros como «Los trabajadores de la muerte», «Mano de obra» y «Jamás el fuego nunca».
En su reciente libro publicado en Argentina, «El ojo en la mira», Eltit escribe: «Leer y escribir ha sido lo mío-mío, por años de años, por décadas, por siglos, si pensamos que el tiempo después de todo es una ficción». Por eso, no podría decirse que este libro sea un mapa de lecturas: más bien es un océano, escurridizo, compuesto por capas y capas de textos, nombres, zonas, intereses, que hablan de épocas y de búsquedas, de esos tantos tiempos que hilvana la ficción y la intimidad”.
Será por eso, como advierte en el libro, que las «lecturas literarias» no pueden ordenarse: «Para mí la lectura (y la escritura) forman parte de mi desorden y disidencia con los mandatos burocráticos de la vida más concreta». Y en esa dirección, el título del libro, «El ojo en la mira», también funciona como una anticipación de sentido: «Lo pensé como un objetivo ya no bélico, o de otra bélica: la lectura como arma para resistir y sobrevivir», explica la escritora chilena.
– ¿Qué tipo de ejercicio supone este doble gesto de releerte, releer fragmentos de tu vida, desde tus lecturas?
-Diamela Eltit: Escribí el libro a pedazos, por pedazos, con interrupciones, pese a lo corto que es. Lo terminé durante la época más dura de la pandemia del 2020. Desde luego, el ejercicio en este libro de releer lo leído es, en cierto sentido, una versión entre otras. Con seguridad un nuevo libro podría ser distinto en la medida que la posición memorialista podría ser otra. Desde esa perspectiva, un libro que recoja esta experiencia será siempre un espacio lector incompleto. Será un libro «culpable» por lo que quedó afuera, me refiero a protagonismos que fueron obviados. En realidad, el libro recorre no la «verdad» lectora sino una disposición, entre otras, a escribir lecturas.
– Así como se puede tener un proyecto literario -tal como se recorren en algunas de estas revisiones ¿es posible elaborar un proyecto de lecturas? ¿Hasta qué punto la lectura puede definirse como un proyecto?
-DE: No sé. En mi caso particular, no era un proyecto sino un deseo irreprimible, pero que ninguna lectura podía colmar, porque necesitaba otra y otra. No tiene que ver con obligaciones sociales o académicas, sino con una manera de vivir leyendo, algo así como comer, vestirse, leer.
– ¿Y cómo caracterizarías ese proyecto de escritura en tu caso?
-DE: En realidad la escritura estaba en mi horizonte, escribía relatos, pero no lograba llegar a un espacio que me convocara. Me costó mucho encontrar una estética que se ajustara a la letra que buscaba, a las imágenes, en fin, fue difícil y siempre he experimentado una gran incertidumbre. Pero, la verdad es que he mantenido una gran libertad formal en la escritura y he acudido a los recursos que han sido necesarios, más allá de las normativas o los centros literarios. Mi obsesión hasta hoy se centra en la producción literaria, en el libro y sus dilemas.
– Se habla en este libro de una lectura como forma integral de comprender el mundo ¿cómo lo relacionás con las preocupaciones o los intereses de tinte social vinculados a las disidencias, dominación, poder o género que tanto se recorren en estas páginas?
-DE: En mi caso particular -no me atrevo a generalizar- leer desde la infancia literatura, desde mi perspectiva permite ingresar a territorios de mayor complejidad por los dilemas que portan los libros. De una u otra manera esas complejidades rompen la ingenuidad y posibilitan advertir la distancia entre los discursos oficiales y los pliegues y repliegues de los aconteceres vitales. Se puede comprender la dimensión de la injusticia que afecta, cuando no a la mayoría, sí a una parte importante del universo social. En fin, las zonas más asimétricas de los mundos están impresos en la literatura y entonces nada es realmente ajeno después de leer y pensar lo leído.
– Y en el plano colectivo, decís que mientras en Argentina se puede hablar de una sociedad «lectora», en Chile la memoria lectora está fracturada, fruto de los ecos de su larga dictadura. Me pareció muy llamativa esta idea de «reparar» la memoria lectora, así como se reparan tantas heridas que dejaron los procesos políticos autoritarios de América Latina.
-DE: Sí, definitivamente la historia literaria se fracturó con la dictadura. Pero durante la dictadura se implantó el neoliberalismo privatizador que siguió su curso hasta inscribirse de manera plena, privatizando la vida misma mediante la ruptura de lo comunitario. Los escritores se abocaron a tener una voz pública dedicada a gestionarse a ellos mismos como los primeros y los únicos en una especie de eterno presente. Hay una deuda con las tradiciones. Aunque los espacios académicos siguieron considerando la tradición literaria en sus análisis, se amplió la distancia entre esos discursos y el espacio público, en parte porque la academia está dominada por mandatos alucinantes de revistas indexadas y parámetros colonizadores emanados de la academia estadounidense. Pero hoy existe una reposición de lo comunitario y me parece que es posible volver a pensar al otro ya no como competencia y amenaza sino como aporte y conexión.