1. Fucking pervertido. Desde la puerta de mi pieza se puede ver a Betty recostada en su cama, repleta de almohadones chinos, de hedores. Te mira, diría el Halcón. Viejo pillo. Supongo que cuando uno se hace mayor, deja de importarte la opinión ajena, aunque al Halcón poco debió importarle lo que opinara nadie, nunca; ni cuando lo expulsaron de la escuela, por robarles a los compañeros –y a algunos maestros –, ni cada vez que hace el ridículo borracho. Debe tener mínimo diez hijos, de mujeres distintas. Ninguno viene a visitarlo. Mejor. Desde que trabajo con él solo podemos darnos el lujo de esta pocilga con dos cuartos. Odio compartir la cocina con el Halcón. Odio a esa muñeca estúpida. ¿Cuándo salió con eso? Hace años lo abandonó la mujer según dice; no parecía tener más interés sexual que xvideos. Desde que llegó esa cosa, está más insoportable que nunca. No para de hablar. Por eso prefiero dormir de día cuando no está. Un negocio más –repite – y tendremos el dinero suficiente. Un negocio más –digo yo –. Me duermo. Lo único bueno es el pequeño balcón. Se puede ir allí, fumar, matar el tiempo, ya saben. Se ve a la gente pasar con bolsas de compras, salir, entrar en los centros comerciales. Niños, niñas con frío acompañando a sus padres desgraciados como si estuvieran en el ejército. Parejas unidas por vaya a saber qué. ¿De qué estará hecha Betty? Parece caucho o silicona, pero es más sofisticado. El material… última tecnología. De donde se la habrá robado. “La secuestré, como antes se acostumbraba raptar a las mujeres” dijo escupiendo la risa. Bueno, al menos tiene a Betty. El nombre es de vieja, le dije. Pero no me hizo caso. Yo en cambio no tengo a Andrea. Quizá si el negocio. A estas alturas los nombres se me confunden, pasan a ser iguales. Intempestivas, imágenes de imágenes tibias. Es gracioso. Buenas caderas, pelo castaño claro, aire de tana, una especie de esencia argentina. Si estuviera viva estaría condenadamente buena. “Dos semanas y traigo el dinero para el negocio” dijo el Halcón. “Cuidala”. Le ha puesto converse.
2. No salgo mucho porque a menudo hay policías. Nadie me conoce, hace tiempo, pero quien sabe. El barrio es tranquilo. Los sábados en la esquina se junta un grupo de drogadictos a beber. Los suelo mirar desde el balcón. “No busques empleo ni mujer ni casa, excepto un auto, quizá” decía el Halcón. “Ahorrate la juventud. Hacer dinero”. “Dinero, bien. Y luego qué –le digo yo –. Cuál es el propósito”. “El propósito es hacer dinero. Ya tendrás suficiente con la vida después” decía él. A veces llaman por teléfono. Es increíble que haya un teléfono fijo en esta pocilga. Lo increíble es en todo caso, que funcione. ¿Quién tiene el número? Pero llaman. Preguntan por el Halcón. No está. Viene en dos semanas. Es una voz áspera de mujer, siempre la misma, aunque una vez llama un hombre. No está. Cuelgan. Nunca dicen quienes son. Yo en cambio, llamo. Escribo mensajes que raramente se responden. Si lo único que me interesa es abordar el vuelo e irme lejos, mejor. Que se vayan a la mierda. Es como si de a poco, los últimos hilos que me unieran a mi antiguo mundo se fueran cortando. Una textura que se deshilvana con cada mensaje enviado, cada conversación muerta. Tuve que ir a la habitación del viejo por la estufa. Desde que se fue no me he sacado el buzo. Es práctico. La capucha se coloca instintivamente al salir a la calle. Ahí estaba ella. La mire con la estufa en la mano. Recién me doy cuenta de que el televisor del viejo ha estado encendido todo este tiempo, en silencio. ¿Se ha olvidado o le ha dejado el televisor encendido? Estoy por apagarlo pero me detengo. Quizá el demente se moleste si… sonríe, apenas, la morocha argentina importada, desde la cama. Me acabo el whisky que queda.
Es gracioso otra vez. Encuentro bajo la cama la tanga negra de Andrea, que se balancea entre mis manos como si estas jugaran con el símbolo del infinito. El whisky arde. Me dirijo al cuarto nauseabundo del viejo, mirando a la morocha, desafiante. ¿Tendrá ropa interior? Tiene. Confieso, con parsimonia le quito la bermuda de jean que le ajusta las caderas. La tanga que tiene es blanca, más diminuta que la de Andrea. El sexo esplende en el cuarto. La de Andrea le queda mejor. Es gracioso. Me cuesta volver a colocarle el pantalón. Acabo sobre sus pechos, debo estar borracho. La tumbo de espaldas, me largo. Nadie contesta el whatsapp, excepto dos o tres amigos que me deben favores.
3. Han pasado días. Despierto de medianoche iluminado por el balcón. Cerca los vecinos discuten. El televisor de Betty está apagado. Me levanto entumecido. Betty está metida dentro de las sábanas. El televisor está apagado. En la esquina los ebrios rondan el quiosco cual si fueran polillas en una lámpara. Aunque hace demasiado frío salgo fuera con las manos en los bolsillos, por primera vez sin capucha. Se siente bien. Doy vueltas, vueltas. Acabo parando en el quiosco de la esquina donde me miran de reojo. Me llevo una botella. Todas las bocas despiden vaho. Irrumpo en la habitación del viejo, para prender el televisor. No hay privilegios digo; arranco las sábanas dejando a Betty desabrigada. El botón de las bermudas se desajusta fácil en mis dedos tiesos. Podría estirar un poco la tanga de Andrea. Eso le producía placer. Podría, fácilmente, masturbarte, así, así; ¿te acordás? Andrea. El viejo decía hay una pérdida de gas. Hay que arreglarla, nunca había tiempo. Tan poco qué hacer, no obstante, las horas se deslizan como agua. Agua. De todas formas el balcón siempre está abierto. Los dedos apenas se mueven alrededor de la botella. Cuando estaré en el verano eterno de Brasil, Miami o donde sea.
Debe ser domingo, o lunes. Halcón tiene que estar volviendo. Me despierto a la madrugada, serán las tres. Hay un mensaje de Andrea en el teléfono. Sí, es ella. Como si me hubieran arrojado un balde de agua. Tranquilo, contestar a la mañana. Esto es bueno. Quizá Andrea aún… quizá yo. Pero no puedo volver a dormirme. El televisor en el cuarto del viejo está apagado. Tiemblo al entrar tanteando la oscuridad. Lo enciendo. Maldita perra. Exhalamos vaho, es el frío. La perra está tendida boca abajo como pensando, mostrando el culo, mirando para el lado de la pared. Le tomo el rostro. El botón se desprende sin esfuerzo. Se ha mojado. No sé cómo. Pensándolo bien, en el cuarto del viejo hace demasiado calor. Está húmeda. La impúdica tiene puesta la ropa de Andrea. En un arrebato de violencia se la arranco; dejo una botella de whisky a medio tomar en la mesa de luz del viejo. Una mesa pelada, sin fotos, ni recuerdos, excepto por una medalla, unos pendientes. La morocha sonríe. ¿De qué está hecha? Es como si las piernas fueran de trigo. La boca huele a jabón. La baño en whisky. Con la punta del miembro empiezo a masturbar los labios como le gustaba. De pronto hago que al embestirla su rostro se hunda en los almohadones chinos. Hay un revolver bajo la almohada. Ella está arriba mío ahora, lamiendo como una gata. Su lengua corta. La arrojo contra la pared. Sé que me mira con la cara de ella, esa expresión de lástima maledicente. Agarro el reloj, junto a la ropa interior de Andrea. Vuelvo a mi cuarto.
4. No hay sol. Solo recuerdo las horas nocturnas desde hace varios días. Comida, poco y nada. He tenido que reponer la bebida, solo tenían cerveza. Me quedo dormido en mitad de la noche, que es eterna.
Otro mensaje me despierta, o acaso la conversación de los borrachos en la esquina. Ayer fui al balcón para insultarlos pero el lugar estaba despejado. Me duermo. Duermo me. He tenido un sueño agradable. Lo sé porque no me despierto angustiado. En la oscuridad toco una piel de silicona o trigo. Es ella a mi lado, mirando al techo. No parpadea. Manoteo el celular hasta que la pantalla se enciende. Le ilumina la sonrisa. Es ella. Tiene puesta la ropa interior de Andrea, pero se ha quitado el sostén. Voy a la cocina. Las hornallas están abiertas. Arrojo a Betty de mi cama. La arrastro por el pelo para sentarla en la cama del viejo. “Vas a mirar televisión. Acá se mira televisión”. Enciendo la puta televisión.
Me despierto. El teléfono está descolgado. Lo cuelgo. Me duermo. ¿Es martes, o miércoles? Te mira.
Me despierto. Oigo a la policía desde el balcón. Las luces rojas, azules, iluminan los dos cuartos en sombras. Quizá buscan a otro. Le tapo la boca a Betty. Tieso, me escondo tras una puerta hasta oírlos alejarse. Uno de ellos sube hasta nuestro piso pero por alguna razón desiste de golpear la puerta. El revólver no estaba bajo mi almohada sino otra vez, en la cama de Betty. Ha sido suficiente.
5. Halcón se tardó más de dos semanas en aparecer. Consiguió el dinero para el negocio. Con él ha regresado el día, aunque yo estaba seguro de no volver a verlo (ni a él ni al día). Se puso como loco por supuesto. Ya se le pasará. Es un viejo demente. Soy yo quien debiera cuidar de él. Debería seguir solo. Diablos me he orinado, dormido junto al inodoro. He tenido suerte de que no estuvieran los vecinos, o los gritos de la perra traicionera hubieran hecho que llamaran a la policía. Tanto tiempo sin hablar… pero bien que tenías garganta. En fin, se ha puesto como loco al ver a Betty atada a la silla, de pies y manos. Todavía gritaba cuando llegó. No volvería a fastidiarme. No así. Tengo que limpiar la sangre en el serrucho oxidado. Cortarle la pierna no ha sido fácil. Parecía de una especie de goma. No volverá a caminar sin permiso. Arrancarle los dedos uno a uno ha sido más gratificante. Pensé en hacer algo con sus pies, pero los pies de Betty eran tan hermosos, delicados… Si no hubiera querido matarme. Era resistente. Aun gritaba desangrándose sin la pierna, en la silla, mirándome con maledicencia. Gritaba su nombre con voz áspera. Luego gritó el viejo al entrar empujando la puerta. “Maldito enfermo”, cosas así. Nunca creí verlo llorar. Arrojarse en su regazo, matarla por piedad. Ahora me desangro yo acurrucado junto al inodoro. Supongo me arrebató el arma. Debo haber recibido una bala. No es día, ni noche. Siquiera estoy seguro que el rostro desfigurado por el odio ante mí sea el del Halcón. Escucho a la policía, a lo lejos. Quizá ella aún quiera viajar a donde el verano eterno.
Por Dani Gus Bardo
Oriundo de la ciudad de Córdoba, y de ningún sitio. Cultivo el cuento y la poesía; preparo una novela breve que satiriza las sagas de vampiros, y cuentos en diversos géneros (terror, infantiles, oníricos). Participé en antologías literarias –taller literario del colegio de escribanos de la provincia de Córdoba, grupo Abra Palabra- así como en diversos blogs (La oruga editores, revista Kametsa de poesía), sitios web (Cultura colectiva) y revistas literarias virtuales (revista Adeh, de la asociación de estudios humanísticos; revista Lafarium; revista Burak; revista Relatos Salvajes, de Costa Rica; revista El narratorio, de fundación La balandra). Residí un tiempo en Chiclayo, Perú, donde también formé parte de diversos eventos literarios. Abrí un canal de youtube (Dani Gus Bardo) donde recito literatura e interpreto canciones de mi autoría. Estudié psicología y actualmente curso en la Universidad Nacional de Córdoba el Profesorado en Letras Modernas.
Instagram: Danigus37
Un secuestro inusual, un peligroso negocio en proceso y una venganza malograda son los ingredientes de este más que infrecuente relato con elementos tan inquietantes como noir.