Salís a la calle y lo primero que te encontrás, es que en el palier del edificio, hay un joven de entre unos 25 o 35 años que duerme ovillado de frío en un rincón. Bajás por la cuadra, de camino al centro, y debajo de las marquesinas de los bares encontrás lo mismo. A veces dos, a veces tres. Pasa el trolebús atestado de gente y sabés que el boleto a pagar es el más caro del país. Vos caminás, porque estás cerca. En el camino, la cantidad de locales para alquilar es aterradora. Te metés en una galería: un desierto. La publicidad que más resalta es: se alquila, se alquila, se alquila. Al fondo una mujer habla por celular y cuida un negocio de ropa al que probablemente no llegue casi nadie. Salís de la galería y exactamente en la esquina de una panificadora, una viejecita de ojos azules pide plata y te recuerda a Baudelaire: “Esos ojos son pozos hechos con millones de lágrimas/ crisoles de un metal enfriado con lentejuelas/ Esos ojos misteriosos tienen encantos invencibles/ Para aquel que fue amamantado por la austera Desgracia”. (Ces yeux sont des puits faits d’un million de larmes,/ Des creusets qu’un métal refroidi pailleta…/Ces yeux mistérieux ont d’invincibles charmes/ Pour celui que l’austère Infortune allaita).
Entrás a tu trabajo, cuando salís y hay que tomar un café en el bar del centro ves el desfile interminable de niños y niñas que venden pañuelitos, almanaques y bolsas de residuos. Le preguntás a una nenita cuántos años tiene y dice: ocho. Se llama Jessica. ¿Cuánto salen los pañuelos? Uno por treinta, y dos por cincuenta. Sacás un billete de cincuenta pesos, se lo das. Te da los dos paquetes de pañuelos, le devolvés uno pero se ofende. Así que recibís los dos y te callás la boca. Jessica se va, a lo lejos ves que le da la plata a una mujer mayor, probablemente su hermana o su madre. Apurás el café, terminás la charla. Un nene viene a ofrecerte pañuelitos y ya tenés dos paquetes en el bolsillo. Le decís que no, que gracias. Sonreís. Le decís corazón. Él te mira. Sus ojos tienen una profundidad enorme.
¿Es la profundidad de la pobreza? Entonces viene a tu mente la gente que se quedó sin trabajo, los que dos o tres cuadras más arriba de tu casa viven en la calle y fabricaron una especie de choza digna, los que piden pan y no les dan, los que hacen colas en el hospital público, los que… la lista es interminable. Poeta enclenque, te decís otra vez, con Baudelaire (Pour moi, poëte chétif). ¿No dan acaso ganas de agarrar como Jesús un látigo y decir que no hagan de este mundo un mercado, una cueva de ladrones? Entonces vas a buscar ese pasaje bíblico en el que el nazareno expulsa a los mercaderes del templo.
¡Qué escándalo! ¡Qué violencia! La frase del nazareno tiene que ver con los profetas, entonces buscás las concordancias bíblicas que antes conocías. Estás ante el capítulo siete del libro del profeta Jeremías: “Luego vienen y se detienen aquí, en esta Casa que se llama por mi nombre y dicen: estamos seguros, y siguen cometiendo todas esas abominaciones. Convirtieron esta casa en cueva de ladrones…” La interpretación es relativamente fácil. El templo deja de ser un lugar de culto y se convierte en un aguantadero donde aquellos que tienen que estar al servicio de los otros terminan usando ese lugar para esconder sus más oscuras perversiones y robos.
Entonces abrís el diario y mirás las noticias, o prendés la radio, o la tele o simplemente mirás como miraste toda la mañana ese paseo urbano que te lleva a tu trabajo. Y pensás y recordás: los autos de alta gama imposibles de justificar; las declaraciones juradas que no coinciden con la realidad; el niño abusado por el padrastro o por el cura de la parroquia; el premio que recibió un empresario que públicamente adhería al dictador Videla como salvador de la patria; las mujeres asesinadas día tras día por el machismo imperante. Ahora tu memoria va más atrás, al 2001. Colas y colas de gente desesperada en la puerta de los bancos. El ruido de las cacerolas convirtiéndose en el ritmo frenético de la urbe. Más de treinta muertos en la plaza. El dinero incautado. Ni un solo preso. Ni uno solo. Lo que pasó, pasó como si fuera el destino, como si nadie hubiese tenido alguna responsabilidad.
¿Venganza? No, no pensás en la venganza, pensás en la justicia. ¿La justicia también se convirtió en una cueva de ladrones? ¿Los ministerios? ¿Los despachos públicos? ¡Qué pueblo manso, te decís! ¡Qué rebaño tranquilo! ¿No dan ganas a veces…? pero claro vos no sos más que un poeta enclenque como dice el viejo Baudelaire, que sabe mirar por los agujeros de la pobreza la belleza del mundo. Qué bronca saber que para muchos la política (pública, religiosa, social, la que sea) es un aguantadero donde el ladrón, el farsante, el asesino encuentra protección.
A la noche volvés para tu casa. Ves tu bufanda tirada en la vereda. No entendés. Pero recordás que anoche hacía frío y se la diste a Ezequiel. Ezequiel es el que estaba durmiendo en el palier. Sí, los que duermen en las calles también tienen nombre. Claro, ahora hace calor y él no está y quedó la bufanda a un costado de la vereda. Entrás.
Dudás por un momento en recogerla. ¿Hacer con ella el nudo perfecto y colgarse de una viga? (“…dan ganas de balearse en un rincón…”) No, no da para tanto. O estrangular con ella… no, no estrangular a nadie. Sos un poeta enclenque y además ese no es el camino. Pero hay que ver qué rebaño que somos como pueblo. ¿Qué hacer con la bufanda? Tiene olor a orín.
Igual la agarrás, y con ella te secás una lágrima que cae despareja por tu mejilla. La dejás en el mismo lugar y subís por la escalera hasta el segundo piso. Abrís la puerta. Entrás como si fuese un aguantadero, una cueva de bandidos. Estoy seguro crees escucharte decir. ¿Estoy seguro? ¿Lo estamos realmente?