Con los años los recuerdos se abroquelan en singulares desniveles. Pero vale ejercitarlos. Recibí recientemente una foto por WhatsApp: la fachada del que fuera hogar de entrañables parientes, en un barrio del cordón industrial cordobés; otrora poblado por clases móviles, donde los jefes y jefas de familia se rompían el alma trabajando y sumando a una sociedad que pujaba y esperaba. Allí me cobijé el 31 de octubre de 1983, tras la dura capitulación del peronismo del día anterior. Derrota incomprensible para un chiquilín que lloró sin remedio al confirmar vencido (percibiéndolo abrumado), al joven candidato a intendente capitalino, José Manuel de la Sota.
Un chiquilín cuyo único recuerdo del General era una desteñida imagen televisiva, durante los días del duelo, encerrado en un ataúd. Pero que se acordaba de las bombas en el centro de la ciudad a cada rato, o las aterradoras balas en el Mercado Norte en una mañana cualquiera; del silencio de cementerio tras el golpe; de militares entrando a la casa, revolviendo libros y haciendo preguntas.
Derrota comprensible la de hace cuatro décadas, revisitada hoy, con muchos “diarios del lunes” ya transcurridos. El radicalismo encarnó entonces, en Córdoba, un cambio con continuidad. El peronismo de 1973-1976 fracasó a nivel nacional, provincial y municipal. Los votantes de 1983 querían salir de la pesadilla militar, pero manteniendo fuera del poder a un justicialismo que no podía enterrar a sus fantasmas.
Así pasaron 1987 (incluida la reforma de la constitución local) y 1991. Un proyecto cordobés estable, mientras el país se convulsionaba por nuevas desgracias políticas (asonadas, ataques terroristas) y porrazos económicos o sociales. Pero donde un presidente civil, Raúl Alfonsín, priorizó el consenso para sostener la democracia y poder transmitir la posta a otro presidente civil, Carlos Menem (antes legítimo vencedor de la única elección interna que el peronismo realizó en toda su historia).
La estrella radical se fue apagando. En 1995, la UCR local arañó el triunfo, pero desgastada, sacudida por yerros y escándalos de gestión. Era el fin del liderazgo de Eduardo César Angeloz: la sociedad mutaba; los barrios obreros eran abandonados por las familias empecinadas en progresar; la periferia se cristalizaba como margen.
La gestión de Ramón Mestre -adversario íntimo del “Pocho”- se enfocó en un ajuste que acumuló más excluidos. Para el peronismo local, liderado por De la Sota, fue el “ahora o nunca”, y se armó Unión por Córdoba, alianza conformada con actores como la UCD o el vecinalismo, que en diciembre de 1998 fue elegida por los cordobeses como el nuevo cambio con continuidad. Sosteniendo referentes y argumentos, y lo fue por los seis períodos siguientes.
Claroscuros
Al país le fue muy mal en estos 40 años. A la provincia le fue mejor, pero hay profundas heridas por reparar. Aquel modelo de barrios construidos desde los cimientos por una clase trabajadora que iba a por más y tenía con qué, estalló en mil pedazos. Donde en 1983 había trabajo y sueños, hoy reina la inseguridad: física, patrimonial, moral, espiritual, cultural, educativa, sanitaria. Donde entonces nacía la esperanza hoy existe rencor. Allí donde los discursos encendían expectativas, hoy provocan irritación.
Yendo a nuestra 11º elección provincial, de los cuatro que gobernaron el distrito sólo vive Schiaretti, que finaliza su mandato en diciembre. Cambiaron las sedes del poder Ejecutivo y Legislativo, aunque las maneras (conservadoras) son más o menos las mismas. Alternaron los vicegobernadores: nueve (una mujer). Cada uno de los gobernadores muertos fue acompañado por su pueblo en el último adiós. Ocurrieron situaciones angustiantes, como la renuncia de Angeloz, y la entrega anticipada del poder en 1995; la dramática elección de 2007 que ganó Schiaretti por un pellizco; la gravísima crisis policial en 2013. Episodios que podrían haber terminado en intervención federal, de no contar Córdoba con cuadros del espesor que a su tiempo mostraron “el Pocho”, “el Chancho”, “el Gallego”, o “el Gringo”, junto a destacados lugartenientes. Hubo decisiones valientes, como la sesión de los Convencionales Constituyentes de 1987, en plena revuelta de Semana Santa, mientras negociadores dejaban una huella entre el Batallón 141, los Tribunales Federales y la Casa de Gobierno. Son parte de las lecciones aprendidas.
Nacerá, tras el domingo, un nuevo liderazgo. Un 80-85% de la población se inclinará por una de las dos coaliciones principales, lideradas respectivamente por el peronismo local y la alianza cambiemista. Serán dos dirigentes de mediana edad y gran veteranía política quienes lo diriman.
Ambos buscan erigirse en la preciada continuidad con cambio, demandada hoy por el electorado.
Desde muy joven Llaryora afirmó ser la novedad, mientras gobernó San Francisco y Córdoba, fue ministro, vicegobernador y diputado nacional. Se descuenta que, si gana, conformará su equipo sin deshonrar el pasado ni las nuevas alianzas (como la impulsada con la radical Prunotto).
Juez apostó hace veinte años por un partido al que llamó “Nuevo”, prohijó disímiles frentes, gobernó Córdoba ciudad, llegó dos veces al Senado, fue diputado, embajador; mantuvo unido, en 2023, al inestable ensamble que integra. Promete no renegar por acuerdos de gobernabilidad y abrió su hipotético gabinete al “círculo rojo”.
La campaña fue opaca para todos. En la previa, Llaryora aparece arriba; pero dicen los juecistas achicar distancias día tras día.
Tras la elección debería animarlos la grandeza. Se necesitarán. La Argentina y Córdoba claman por reconstruir tejidos, vínculos, identidades. Nuevas o viejas, deben recrearse.
Para que regrese la imprescindible confianza en las instituciones; para que la imagen de un hogar a cuyo derredor todo se desplomó siga vigente tras el paso del tiempo y no se erija en postal irremontable; para que vuelvan los adolescentes conmovidos, palpitando su primera elección; para que en pujantes barrios de toda periferia, sus afectos les enseñen que la vida, y la democracia, siempre otorgarán revancha.