En los grandes “palazzos” que simbolizan la República Italiana de posguerra (Madama, sede del Senado; Montecitorio, asiento de los diputados; Chigi, residencia y oficina de la presidencia del Consejo de Ministros; y Quirinale, hábitat del presidente de la República), en pleno casco histórico de Roma, a metros de las emblemáticas Piazza Navona, la fontana di Trevi o la Vía Veneto, y entre las calles, pasajes o escalinatas que las entrelazan, circula un mito: “Berlusconi è inmortale”.
Fue acuñada por su médico personal. Quizás la receta para alcanzar los 86 años fue su alto componente de viagra en sangre, como afirmaba irónicamente el personaje que acaba de fallecer recibiendo el primer funeral de Estado para un ex ministro autorizado por el gobierno italiano. Emprendedor, desarrollista, magnate televisivo, primer ministro, máxima fortuna de Italia, dirigente del Calcio, corrupto, mafioso, bufón, mujeriego, miembro de una logia, ángel y demonio. ¿Cómo clasificar a Silvio Berlusconi, “un hombre hecho a sí mismo”, según se declaraba?
Para comprender el cambio que generó en la política de su país -y de Europa- debemos considerar el contexto en el que decidió involucrarse: en 1994 Italia vivía una crisis institucional, casi terminal. Berlusconi decidió entrar al ruedo. Tras el grave escándalo del “Mani Pulite” (Manos Limpias), se asistió al vacío político y la debacle de los partidos tradicionales. En la cima del poder económico, mediático y deportivo, Berlusconi arriesgó su operación más audaz.
No pertenecía a la aristocracia. Hijo de un empleado bancario, recibido de abogado “cum laude” pero de vocación emprendedora, el llamado “Cavaliere” (Caballero del Trabajo, un título que reciben los principales empresarios del país, que tuvo que devolver antes de que le fuera revocado por “mala conducta”) se inició construyendo viviendas en su ciudad natal, en los 70, fundando un desarrollo al cual llamó “Milano duo” (así se conoce aún hoy). El rubro de la construcción le quedó pequeño y a principios de los 80 invirtió en el sector de la comunicación, primero en un diario, y lanzándose después al mundo de la televisión. Ascenso meteórico y, como en muchas carreras de rápido despegue, mezclado con misterios y atajos contables asociados a connivencias mafiosas.
No fue suficiente para Berlusconi. Faltaba el fútbol. En 1986, mientras Diego Maradona alzaba la Copa del Mundo (llevando meses después al sureño Napoli a ganar su primer “scudetto”), don Silvio compró el AC Milan, que penaba entre los últimos lugares del Calcio (dos veces descendido administrativamente). El resultado: cinco Champions, de las siete que posee, construyendo equipos memorables e innovando profundamente en el management, como lo había hecho en el resto de sus empresas.
Si fue capaz de aquello, pensaron los italianos, cómo no iba a poder impulsar a la séptima economía mundial. Consolidando una combinación perfecta entre política, fútbol y televisión, se convirtió en una figura a emular por cualquier italiano medio aspiracional. Entre los escombros de los partidos creó “Forza Italia”, en 1994, agrupación que toma el nombre de un canto futbolístico: sus detractores ya ni siquiera pudieron volver a corerarlo cuando jugaba la “azzurra”.
Con aciertos y errores, Berlusconi otorgó un rumbo a la política italiana, tras su implosión. Ostenta el récord de ser el jefe de gobierno más duradero en la historia de la República (1994-1995, 2001-2006 y 2008-2011), hazaña institucional en un país en el cual, durante medio siglo, las gestiones duraban menos de un año promedio y donde todavía podemos observar dificultades para construir las alianzas o los liderazgos suficientes (Renzi, Conte, Draghi, sólo para ser breves).
En sus mandatos, logrados en legislaturas muy diferentes, Berlusconi se mantuvo a flote no sin atravesar severos conflictos, hasta que la crisis económica que azotó a Europa (y a Italia) en 2011, con una deuda pública del 120% del PBI, despertó antiguos rencores, incluso en sus propias filas, mientras que la Unión Europea le daba la espalda. Pero mantuvo influencia. Si bien no alcanzó su último anhelo, la jefatura de Estado (como Presidente de la República), fue clave incluso en la formación del actual gobierno que dirige Giorgia Meloni.
Innovó apostando a un estilo que combinó política y entretenimiento, logrando la disrupción en la cultura institucional de su país. Muchos que compartieron sus años de Ejecutivo o Legislativo (fue diputado y senador) refieren a su visión y magnetismo, amén de adherir o rechazar su política. Más allá de ponderaciones morales -y de los casos judiciales que debió afrontar por instigación a la prostitución de menores o soborno- Berlusconi fue un talentoso, como pocos.
Su foja de vida ayuda a comprender la política italiana, imposible de apreciar sin visualizar su influencia: desde Matteo Renzi a Matteo Salvini, incluyendo al Mario Draghi que primero presidió el Banco Central Europeo; pasando por el Movimiento 5 Estrellas; y llegando a la actual premier, Meloni.
Las cenizas de Berlusconi ya descansan en el mausoleo de inspiración masónica que mandó erigir en Arcore. En la vida real, quedan otras construcciones que llevan su impronta: un partido político, un imperio económico, una red de relaciones donde todavía hay protagonistas centrales en la dinámica del mundo, como Vladimir Putin.
Capítulo ineludible de la historia italiana, su trayectoria encierra muchos espejos en los cuales reflejar ejemplos de virtudes o defectos. ¿Cómo acertar con las visiones correctas? Lograrlo será introducirse en el último mito de “Il Cavaliere”, y, quizás, la clave de esa inmortalidad que se menta entre los palacios romanos, más allá de su física desaparición.