¡Muy buenos días, estimados lectores, estimadas lectoras, noveles y experimentados amantes de la buena mesa y de la mejor cocina!
Aquí estoy, apareciendo tras algún tiempo, y se me ocurrió venir a propósito de la cena a la que estuve invitado anoche, en la cual, haciendo honor a una de las más acendradas tradiciones culinarias de esta tierra, comimos ñoquis. Y estaban tan exquisitamente elaborados y con un resultado final tan equilibrado, que la conversación de una buena parte de la cena rondó en torno a recetas, modalidades particulares, tradiciones familiares ancestrales, prohibiciones categóricas y encarnizados debates sobre -por ejemplo- lo inevitable o no de la utilización de la nuez moscada.
En algún momento, haciendo una pausa en el manducar, me sorprendió la conciencia de que llevábamos un rato tan largo exponiendo tesis diversas y argumentaciones detalladísimas sobre la confección de uno de los platillos más simples y populares de nuestra cocina doméstica.
Dos vertientes
La razón de que la fórmula de los ñoquis que degustábamos haya alcanzado alturas parnasianas estriba en que la buena cocina, hasta la más simple y llana, siempre encuentra una doble vertiente: la instintiva, que responde a la necesidad vital de alimentarse; y la cultural, que ha ido, progresivamente, elaborando y complejizando aquella pulsión de sobrevivencia, hasta incorporarla a la manera de ser -siempre original y específica- de un colectivo social en un lugar y en un tiempo determinados.
A su vez, esa doble vertiente fue generando también una doble fuente de los recetarios (escritos o transmitidos oralmente) de los que abrevamos para cocer nuestros alimentos: la popular y la erudita.
Ambas tienen elementos que rescatar, y clasificarlos como diferentes sólo es un entretenimiento de “gourmandises”, porque su imbricación, potenciada y acelerada por la globalización de la cultura, es ya indisoluble.
Lo que desde siempre hemos llamado “cocina popular” es la que hunde sus raíces en el campo (y, en los pueblos ribereños, en el mar); plebeya, de mercado, doméstica, del terruño, que utiliza principalmente los productos a disposición de la mano y de la estación del año, y que desde siempre se viene transmitiendo por las vías de la imitación, del aprendizaje hogareño y familiar, y de la costumbre del colectivo inmediato. Mientras que la cocina sabia, entendida como una continuación evolucionada de aquella, fue la que se asoció en sus orígenes al poder político, social y económico -real, cortesana, papal, cardenalicia, luego de la alta burguesía mercantil- para llegar a nuestros días vinculada al chef creativo, artístico, orgánico, minimalista, de fusión o de cualesquiera sea la tendencia o moda dominante. En definitiva, vinculada a lo “gourmet”.
Teniendo ese doble raigambre en mente mientras repetíamos segundas y terceras porciones de nuestra exquisita cena, especulábamos en que la diferencia principal entre ambas modalidades está en su capacidad de reproducción medianamente genuina: la cocina popular no “viaja”, está anclada a la casa, a la tierra, a la tradición; por su parte, la cocina “de autor”, y precisamente por su capacidad de adaptación, de modificaciones, de innovación y experimentación, es dable de reproducirse -siguiendo pautas, proporciones y lineamientos claros- prácticamente en cualquier parte. De ahí, también, su difusión universal.
Paternidades cuestionadas
Todos tendemos a relacionar los ñoquis (“gnocchis”) con las nonas italianas, aunque lo más seguro -sostenían los comensales eruditos de la cena, mientras repujaban los bordes de salsa de sus platos con un buen trozo de pan- es que sean franceses, del sur, y que el nombre en singular italiano (“gnocco”, algo así como “pelotita”, o “bollito”) sería en realidad una deformación regional del original “inhoc”, propio del dialecto occitano de la zona de Niza. O sea, que la pasta italiana tradicionalísima es, en realidad, un plato de las humildes y pobres cocinas campesinas occitanas.
Pero, como decíamos arriba, la cocina popular no viaja, no se traslada en su forma pura, entonces los “inhocs” del sur de Francia pasaron al norte de Italia y se hicieron con lo que había a mano, se mezclaron con los “zanzarelli” lombardos (que se hacían con migas de pan viejo y almendras trituradas) y, más tarde, con los “malfatti”, donde comienzan a incorporarles harina, que hasta entonces, y en su viaje por la campiña francesa, la Lombardía y el Alto Adigio, no estaba entre sus ingredientes.
Luego llegarían las papas americanas, y los “gnocchis” alcanzarían su constitución actual.
Atención a las fórmulas rituales
Aquellos orígenes tan disímiles también fueron complejizando y particularizando sus hechuras, y así están los “gnocchi di pane” en la zona del Véneto y en el Friuli (que reemplazan las migas de pan viejo por pan rallado); los “gnocchi alla romana” (donde el pan rallado se reemplaza por sémola); y son apabullantes las variaciones que se pueden encontrar, tanto en las regiones de la península itálica, como cuando traspasan sus fronteras hacia Austria, Alemania, Hungría y Rusia -hacia el este- o, hacia el oeste y cruzando el Atlántico en las maletas de las nonas, cuando llegan a América.
En esa multiplicidad de hospedajes, el elemento central sigue siendo la papa, aunque forme parte de la carta de “pastas”, con todos sus títulos. Incluso es un signo de maestría culinaria utilizar la menor cantidad de harina posible. Así que es, podríamos decir, una “pasta – antipasta”, que busca utilizar la menor dosis de harina, que es la base de todas las pastas: el límite mínimo es que no se desarmen al tirarlos al agua hirviendo, volviendo a su cuerpo originario de puré…
Entonces, ya terminada la cena, opíparos y satisfechos, cada uno reveló su “tip” particular; ningún secreto, a estas alturas de la información, pero a tener en cuenta para la próxima ñoquiada, que de ninguna manera tiene que limitarse a los días 29 (ese día que, trascendiendo los fogones, ha llegado hasta el ingenio y al humor popular, para designar con el mismo nombre del plato a algunos “acomodados” que sólo aparecen por la oficina a fines de mes a cobrar el sueldo).
Lo central es el almidón de la papa, y hay que intentar conservarlo. Por eso, y en contra de una costumbre muy extendida, no conviene hervir las papas en agua, porque en ese paso perderán almidón (y absorberán más agua, lo que se traducirá en la necesidad de una mayor cantidad de harina para aglutinar); mejor cocer las papas al vapor. O al horno, con cáscara y todo (pero sin que se doren ni formen costra).
Luego, un puré muy trabajado. Si es posible, evitar las licuadoras, minipimers y procesadoras: a mano, con fervor y energía.
Finalmente concluimos que la nuez moscada es indispensable: fresca y recién rallada sobre el puré; sal también, claro, aunque no así -necesariamente- la pimienta. Tampoco los huevos de gallina están en las fórmulas tradicionales altoitalianas, pero convinimos que, para nosotros, sí son de rigor: un par, y poco batidos.
Y una vez agregada la harina en su menor proporción posible y mezclados los ingredientes, no amasar. Sólo enrollar, cortar, pasar por el tenedor (o, hundiéndole un dedo, haciendo un rollito sobre la mesada), airear durante unos minutos de reposo, y al agua (mucha, e hirviendo al máximo). Apenas flotan, afuera. Y no arrojarlos en el colador de pastas, sino irlos sacando delicadamente con la espumadera.
El tomate, el pesto, la manteca, o el aceite de oliva con ajos por encima, y… ¡buon appetito!