La resistencia civil: este método de oponerse ante la opresión y la injusticia no debe ser subestimado, ni mucho menos desacreditado. Y son varios los que, en nuestros días, han comenzado a apelar a él en el contexto político, social y económico nacional.
Grandes figuras y grandes naciones han basado exitosamente sus luchas en la desobediencia civil. Tales son los casos del Mahatma Gandhi, en la India; de Nelson Mandela, en Sudáfrica; otrora de Martin Luther King, en los Estados Unidos.
Podemos encontrar la figura de la Desobediencia Civil, y del Derecho a la Rebelión, en textos de trascendencia universal. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos expresa que la ley natural le enseña a la gente que el pueblo está dotado, por el Creador, de ciertos derechos inalienables, y puede alterar o abolir un gobierno que destruya esos derechos.
Por su parte la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, surgido de la Revolución francesa, en su artículo 35, establece que cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es -para el pueblo, y para cada porción del pueblo- el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes.
Tras la segundo Guerra Mundial, la Declaración Universal de Derechos Humanos (de la cual nuestro país es signatario, por lo que la Declaración asume categoría de norma constitucional), ante la gravísima e inédita situación que está viviendo nuestro país, resulta más que suficiente para justificar, explicar y predecir un estado de desobediencia, no sólo como resistencia a los abusos del gobierno, sino en repudio a la corrupción y la impunidad que se ha apoderado de nuestras instituciones.
El pueblo es el soberano, cualquier autoridad que actúe en contra del pueblo es ilegítima.
No existe delito en la desobediencia civil y fiscal, ya que no es tal, por ejemplo, no pagar los impuestos ni las tarifas, aumentados sin causa, injustas, confiscatorias e irrazonables.
En efecto, según el artículo 209 del Código Penal, se pretende imponer prisión de dos a seis años a el que públicamente instigare a cometer un delito determinado contra una persona o institución. Las leyes penales tributarias no castigan al que debe impuestos y no los paga; es preciso que la evasión se produzca mediante conductas fraudulentas, ardides o engaños (Ley 24.769, artículos: 1, 2, 3, 4, 5, 7, 8, 10, 11, 12 y cc). Para que el no pago sea delito fiscal, debe tratarse de dinero indebidamente embolsado como propio por el agente de retención (Art. 6), o retenido a los dependientes en concepto de aportes para la seguridad social (Art. 9), o, como en nuestro caso por estos días, gigantes desvíos de fondos públicos para epicúreos hedonismos de mucho funcionariato ante una exacerbante prudencia (o complicidad e impotencia) judicial.
El fin y el límite del Estado es el bien común, un bien común incompatible con esa corrupción que ha parido, de la nada, empobrecimientos pavorosos de más de la mitad de los argentinos -como acaba de mostrar el incuestionable Observatorio de la Pobreza de la Universidad Católica Argentina esta misma semana- y las escandalosas desigualdades consecuentes.
Un bien común propio de un humanizado contrato social, de un contrato social no leonino e insoportable, enrevesado e írrito en el ámbito del cual se redirigen fortunas recaudadas por ingresos públicos con afectación legal específica para ser destinados a inversiones, modernizaciones y expansiones de los sistemas e infraestructuras de salud, de educación, de seguridad, de energía, de servicios sanitarios, de transportes, de jubilación.
El papa Francisco, inspirado angularmente por san Francisco de Asís y la beata Teresa de Calcuta, nos acicatea en su Evangelii Gaudium (Págs. 145 y 183), esclareciéndonos respecto a que nadie puede exigirnos que releguemos la ética, la moral, la equidad; la ecuanimidad, la solidaridad, la fraternidad; así como las religiones, la ecología y la paz, a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos y ocuparnos por nuestros valores perennes, por las fragilidades humanas y de la salud de las instituciones en la sociedad civil.
Y sin opinar sobre los acontecimientos que nos afectan, perjudican y denigran como ciudadanos. Al menos en esta columna, imperfectamente, se trata de eso.